La última viuda

La última viuda cerró la puerta de su casa con doble llave y no la tiró al mar porque en el fondo solo había una escalera con forma de exilio. Se marchó para vivir en la misma ciudad, pero su cuerpo octogenario y su mente cada vez más lenta pensaron en un adiós muy lejano. Qué etapa más rara, me desconcierta no tener preparada la empatía ante tal situación. ¿Qué le tiene que pasar por la cabeza a una mujer que abandona su casa de siempre, con las rutinas de siempre y la gente de siempre para seguir viviendo en una residencia con lo de siempre trastocado y con los hábitos opuestos? Es en este momento cuando la vida da una última vuelta de tuerca y no sé cuáles pueden ser los sentimientos recurrentes, si tristeza, si nostalgia, si miedo, si resignación.

Veo a mi madre viuda y a las compañeras de mi madre, viudas también, convertidas en ovillo prieto y pienso en la resistencia que las atraviesa. En el adiós escalonado que dieron a la última viuda cuando decidió (o lo decidieron los achaques) irse a la residencia se velaron planes y rutinas. Ahora se lo cuentan en las visitas que tienen que reservar con tiempo y se esfuerzan en trasladar a su amiga los proyectos de fuera que siguen sin ella. La senectud arrebata facultades, pero las viudas trenzan hilos de recuerdos para que la vida en la residencia no sea un lugar de retirada. Lo definitivo asusta. Quizás contando las cosas que un día fueron parte de ella difumina la distancia, aunque la comunicación sea difícil, casi hecha de gestos. 

Un día fue la última viuda. Libertad siempre dio rienda suelta a su nombre, quizás porque a su padre casi le encarcelan por nombrarla así. "La libertad es muy bonita", decía siempre. Para la comunidad de viudas esta mujer fue una brújula, para mi madre se convirtió en el primer eslabón hacia el final del duelo. En cuanto agarró su mano todo resultó más sencillo. Compartían tiempo, voluntariado, confidencias, aprendizajes, anécdotas y recetas. Qué duro fue despedirse de ella. Cuando las brújulas dejan de cumplir su función en la tierra es más difícil interpretar sus movimientos, solo el recuerdo de la complicidad es capaz de señalar el norte. 

Liber dejó a mi madre unas pequeñas láminas de los paisajes que pintaba, que imaginaba. Se las entregó su hija como legado. La pintura era más que una afición, en ella su nombre trascendía. Libertad. Fue el mejor regalo inesperado. Era la última viuda hasta que fueron más viudas a despedirla a su hogar, creo que solo podía imaginarlas, como sus paisajes. 

Sobre la resistencia de las viudas escribió la historiadora Amaia Nausia en su libro 'Ni casadas ni sepultadas. Las viudas: una historia de resistencia femenina'. En su obra cita la frase de Juan de Espinosa, siglo XVI: "Para evitar el peligro y error en que podría incurrir, a mi parecer le convendría o casarse, o morir, conforme al refrán que dice: viuda lozana, casada o sepultada". La última viuda que conozco de cerca tiene más de 90 años. Su marido murió con cuarenta y tantos. Se le llevó una enfermedad en brazos de un país destrozado por la guerra. Dejaba tres hijos. Dejaba una carga enorme para una mujer menuda que decidió ser "ni casada ni sepultada". Sobrevivir en una sociedad patriarcal, sin marido, en un régimen dictatorial, era a lo máximo que podía aspirar. Sobrevivir. Siempre ha contado anécdotas de todo lo que la tocó luchar, entre ellas, escabullirse de algún sacerdote canalla. En definitiva, hombres. Tuvo que tejer una red familiar fuerte para protegerse. 

Creo que la viudez prematura, el contexto hostil y opresor, y la obsesión por sobrevivir, ese esfuerzo titánico por sobrevivir en mitad de la tormenta, esculpieron en ella un carácter despegado del lado humano. Ya no cuenta anécdotas como antes porque su avanzada edad ha mermado esa lucidez que hace años brillaba como una luciérnaga. Ahora no recuerda nombres, ni anécdotas, pero sigue hablando de la lucha y del trabajo como si una fuerza latente empujara al presente esas reminiscencias. 

La última viuda nonagenaria siempre ha ido a su aire porque cuando enviudó decidió ser libre a su manera, decidió no ajustarse el corsé marital. Decidió resistir. Las viudas, como narra Amaia Nausia en su libro, suponían un peligro para el sistema, y un ejemplo de resiliencia y sororidad. Las viudas se quitaron el luto hace tiempo.  

Mi madre y las otras viudas se cuidan, tejen vínculos, practican la sororidad sin conocer su definición, pero se llaman, se aconsejan, se acompañan, se envían mensajes, pasean juntas, visitan a la última viuda, emprenden actividades. Se protegen. A veces conviven con los animales de sus hijas y comparten historias sobre la personalidad de los gatos y de lo "bien enseñado" que está el perro. Esa complicidad que mi madre me cuenta por teléfono como resumen del día me engancha por completo

Conozco mujeres que enviudar les salvó la vida. Mujeres supervivientes de la violencia de género. Sé de mujeres que hoy duermen tranquilas, mujeres que un día temieron por su vida y la de sus hijos e hijas y que celebran estar viudas. De eso se habla poco. 


Comentarios

  1. Mi madre era esa última viuda llamada Libertad. Mil gracias por este relato, gracias por un homenaje tan sencillo y tan emotivo. Y gracias por tu sororidad, compromiso y feminismo.

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    1. Gracias a ti, siempre. Agradecida de haberla conocido y de que mi madre y la tuya se encontraran, compartiendo momentos tan bonitos e importantes. Libertad era una mujer maravillosa.

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  2. Hermoso artículo. A mi madre le habría gustado tanto como a mí. Gracias

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  3. Hermosísimo relato, amigas:
    Me ha emocionado mucho al recordar tiempos pasados.

    Un fuerte abrazo de nuestra parte, ANA MARI Y ANTONIO

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