¿Alguna vez has experimentado el placer de estar sola? Un día una amiga que acababa de tener un bebé me decía que el trayecto que hizo de casa al supermercado en solitario fue uno de los grandes placeres que había sentido después de parir. Hacer ese camino sola, sin nadie más. Encontrarse consigo misma, darse ese tiempo para ella, en exclusiva. Fueron unos minutos intensos que los disfrutó segundo a segundo, y que se escaparon con la incertidumbre de si volvería a repetirlos pronto.
Hace algún tiempo escribí un relato en un taller de escritura creativa, Tu isla, se titulaba. Pensé en ese momento de paz interior, de soledad deseada, tan necesaria para encontrarse, escucharse, cuidarse, pensar, o no pensar, llorar o reír, meditar, sentir, conectar con el yo interior. Bien podía haberse titulado mi isla o la isla de todas.
Llena la bañera. Mete la mano en el agua coloreada de sales y la mece, provocando olas, después se incorpora y descubre su cuerpo ante la isla blanca. El albornoz cae como si fuera un amante flojo.
A veces siente un escalofrío, cierra los ojos y suelta de un movimiento su larga melena. Sacude la cabeza y los mechones enloquecen. Un ritual diario. Pinta su boca, sombrea sus ojos almendrados y alarga las pestañas al máximo. Desenreda su cabello, guarda el cepillo e inmóvil contempla su figura.
Disfruta cuando el pelo acaricia sus hombros, mientras se observa en el espejo. Retiene ese momento durante cinco minutos. Después toma el cabello entre sus dedos y lo alza en forma de moño. Termina besando su reflejo a escasos milímetros del cristal.
El espejo le dicta las poses. Camila sonríe, en ocasiones una lágrima cae sobre su maquillaje, derrite el rímel y de repente una carcajada se convierte en antítesis. Interpreta y se recrea. Cada gesto fortalece su identidad.
Unas horquillas humanas masajean su cuero cabelludo, en ese instante el placer comienza a caminar por todo su cuerpo. Su silueta danza al son de la música. Los tambores golpean el vaho y sus labios se arrancan con una melodía.
Cuatro velas protegen su isla. La luz de la llama alumbra, a medias, el habitáculo húmedo. Las sombras se enredan en las paredes. Camila vuelve la espalda al espejo y la melena cae sobre sus vértebras. Otro escalofrío. Inevitable.
Decide introducirse en su isla caliente. Una pierna salta al agua, después la otra y se tumba, sumergiéndose en la cálida espuma artificial. Moja la melena, a continuación baja la cabeza y el agua cubre su rostro, de repente sale de nuevo a flote. El pelo se adhiere a su piel y tatúa su cuello.
Camila levanta la copa de vino que hay en la mesa junto a la bañera, dejando gotas en su recorrido. Toma un sorbo, el líquido repasa su paladar, se cuela por sus dientes, atraviesa su garganta hasta reposar en su estómago vacío y derrama el resto sobre su pecho.
El tiempo no corre para Camila. Las yemas de los dedos se arrugan, pierden sensibilidad, pero su cuerpo sigue flotando en su isla. La luz tenue provoca un sueño incontrolable que aprovecha durante unos segundos. Su respiración es lenta y profunda. Abre los ojos y comienza a deshacer el ritual que cada noche reinventa.
¿Alguna vez nos hemos sentido como Camila? ¿Libres, tranquilas, disfrutando de manera consciente? ¿Cuántas veces has pensado en dedicarle tiempo a una afición o a tomar un café tranquilamente con alguien y al final no lo has hecho por pensar que tu obligación es estar con tu hijo o hija? ¿Cuántas veces te has sentido culpable? ¿Piensas que no te lo mereces porque lo primero son tus hijos e hijas? ¿Cuántas veces les ocurre esto mismo a los hombres? Reflexionemos.
A mi alrededor veo madres preocupadas por el tiempo, por los cuidados y por el bienestar de sus hijos e hijas, sin dedicarse ni un minuto a ellas. Sin embargo, de los padres no puedo decir lo mismo. En la mayoría de las familias, no en todas (también conozco padres y madres que se reparten el cuidado de sus hijos e hijas a las mil maravillas), es la mujer la que sacrifica su espacio personal, su isla. Y lo peor de todo es que se sienten culpables, piensan que no lo merecen. Esto suele generar frustración, tristeza y hace mella en la autoestima.
He hablado de este tema con madres que desean tener ese momento para ellas, pero que lo ven como una utopía, tienen sentimientos encontrados y hasta se sienten culpables o temen el qué dirán. El feminismo nos ayuda a desinflar los privilegios de unos, para que otras puedan construir sus islas, es una cuestión de igualdad, así de fácil.
Hace algún tiempo escribí un relato en un taller de escritura creativa, Tu isla, se titulaba. Pensé en ese momento de paz interior, de soledad deseada, tan necesaria para encontrarse, escucharse, cuidarse, pensar, o no pensar, llorar o reír, meditar, sentir, conectar con el yo interior. Bien podía haberse titulado mi isla o la isla de todas.
Llena la bañera. Mete la mano en el agua coloreada de sales y la mece, provocando olas, después se incorpora y descubre su cuerpo ante la isla blanca. El albornoz cae como si fuera un amante flojo.
A veces siente un escalofrío, cierra los ojos y suelta de un movimiento su larga melena. Sacude la cabeza y los mechones enloquecen. Un ritual diario. Pinta su boca, sombrea sus ojos almendrados y alarga las pestañas al máximo. Desenreda su cabello, guarda el cepillo e inmóvil contempla su figura.
Disfruta cuando el pelo acaricia sus hombros, mientras se observa en el espejo. Retiene ese momento durante cinco minutos. Después toma el cabello entre sus dedos y lo alza en forma de moño. Termina besando su reflejo a escasos milímetros del cristal.
El espejo le dicta las poses. Camila sonríe, en ocasiones una lágrima cae sobre su maquillaje, derrite el rímel y de repente una carcajada se convierte en antítesis. Interpreta y se recrea. Cada gesto fortalece su identidad.
Unas horquillas humanas masajean su cuero cabelludo, en ese instante el placer comienza a caminar por todo su cuerpo. Su silueta danza al son de la música. Los tambores golpean el vaho y sus labios se arrancan con una melodía.
Cuatro velas protegen su isla. La luz de la llama alumbra, a medias, el habitáculo húmedo. Las sombras se enredan en las paredes. Camila vuelve la espalda al espejo y la melena cae sobre sus vértebras. Otro escalofrío. Inevitable.
Decide introducirse en su isla caliente. Una pierna salta al agua, después la otra y se tumba, sumergiéndose en la cálida espuma artificial. Moja la melena, a continuación baja la cabeza y el agua cubre su rostro, de repente sale de nuevo a flote. El pelo se adhiere a su piel y tatúa su cuello.
Camila levanta la copa de vino que hay en la mesa junto a la bañera, dejando gotas en su recorrido. Toma un sorbo, el líquido repasa su paladar, se cuela por sus dientes, atraviesa su garganta hasta reposar en su estómago vacío y derrama el resto sobre su pecho.
El tiempo no corre para Camila. Las yemas de los dedos se arrugan, pierden sensibilidad, pero su cuerpo sigue flotando en su isla. La luz tenue provoca un sueño incontrolable que aprovecha durante unos segundos. Su respiración es lenta y profunda. Abre los ojos y comienza a deshacer el ritual que cada noche reinventa.
¿Alguna vez nos hemos sentido como Camila? ¿Libres, tranquilas, disfrutando de manera consciente? ¿Cuántas veces has pensado en dedicarle tiempo a una afición o a tomar un café tranquilamente con alguien y al final no lo has hecho por pensar que tu obligación es estar con tu hijo o hija? ¿Cuántas veces te has sentido culpable? ¿Piensas que no te lo mereces porque lo primero son tus hijos e hijas? ¿Cuántas veces les ocurre esto mismo a los hombres? Reflexionemos.
A mi alrededor veo madres preocupadas por el tiempo, por los cuidados y por el bienestar de sus hijos e hijas, sin dedicarse ni un minuto a ellas. Sin embargo, de los padres no puedo decir lo mismo. En la mayoría de las familias, no en todas (también conozco padres y madres que se reparten el cuidado de sus hijos e hijas a las mil maravillas), es la mujer la que sacrifica su espacio personal, su isla. Y lo peor de todo es que se sienten culpables, piensan que no lo merecen. Esto suele generar frustración, tristeza y hace mella en la autoestima.
He hablado de este tema con madres que desean tener ese momento para ellas, pero que lo ven como una utopía, tienen sentimientos encontrados y hasta se sienten culpables o temen el qué dirán. El feminismo nos ayuda a desinflar los privilegios de unos, para que otras puedan construir sus islas, es una cuestión de igualdad, así de fácil.
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