Las abuelas barren las puertas de las casas


Las abuelas barren las puertas de las casas como si se tratase de un ritual, en la misma dirección, con un ángulo de inclinación de la escoba fijo, concentradas, levantando la mirada solo para saludar o renegar de lo sucia que está la entrada, el viento arrastra las hojas, las pelusas y los palitos que bailan de un lado a otro del patio o de la calle, las abuelas los retiran con su badil metálico, dando un golpe seco contra el suelo.

Las abuelas barren las puertas de las casas por la mañana, cuando sale el sol, y coinciden con otras abuelas y otras vecinas, y los golpes del badil repiquetean en el suelo como un código morse.

Las abuelas barren las puertas de las casas mientras dormimos profundamente, pensando que el pueblo es el mejor sitio del mundo, donde estamos a salvo, nuestra trinchera, el perímetro de seguridad casi marcado por esa escoba que pinta una línea imaginaria entre la puerta y la calle bacheada, y nos hacemos la promesa de que siempre volveremos. La realidad es que la promesa dura hasta que la ciudad nos seduce. En ese momento, el pueblo se transforma en un lugar aburrido y lejano, desconectado de nuestra guerra hormonal, como si en nuestro cerebro alguien nos hubiera implantado un microchip a traición. El pueblo ya no nos entiende, ni él a nosotros.

Las abuelas barren las puertas de las casas con las manos que nos agarran para cruzar la calle, para calentarnos las nuestras cuando hace frío, que amasan las albóndigas y dan forma a las croquetas. Sus manos son arrugadas, pero suaves y fuertes, siempre se dejan acariciar, son blanditas, dispuestas a amortiguar cualquier caída. Sus manos nos preparan el bocadillo, recogen moras y nos lavan la cara. Ya de mayores, tomamos sus manos de anciana y sentimos una energía que nos atraviesa la vida, volvemos a la infancia. Cuando las abuelas abandonan la tierra la infancia deja de pertenecernos, se marcha con ellas, es su tesoro, el nuestro es recordarlas.

Las abuelas barren las puertas de las casas y lo hacen sin saber que están conectadas, unidas por un hilo invisible, cada una es diferente, pero todas comparten un poder común: la resiliencia. Será que nuestras historias, las que contamos sus nietas y nietos, al final van tejiendo cientos de relatos que se comparten en voz alta. Esta práctica, habitual en cafés con amigos, en el trabajo o en las comidas de primos promueve un listado de méritos (hasta el infinito) de nuestras abuelas. Todas las conversaciones terminan con un suspiro que pronostica un final inevitable, todo el mundo sabe que las abuelas solo son inmortales en nuestro corazón, por lo que a veces el suspiro es un recuerdo en sí mismo. 

Las abuelas barren las puertas de las casas y saben de plantas medicinales, de ungüentos, de guisos (nunca desvelan la receta), de huesos rotos y tobillos torcidos, de hacer jabones y trapos, de dolores físicos y espirituales, de leyendas, de cultivos, de astros, de meteorología, de economía, de las fuentes que dan buen agua, de emociones, de refranes y dichos, de los animales. La sabiduría de las abuelas no se aprende en los libros, se escucha con atención y se memoriza. 

Las abuelas barren las puertas de las casas con determinación y esmero, ni rápido, ni lento, cada una a su manera, como lo han sido sus vidas. Sin embargo, las abuelas barren las puertas de las casas para dejar ir, muchas de ellas comparten historias terribles de guerra, pobreza, represión, abusos, agresiones sexuales, violencia y resignación difíciles de barrer. 

Mujeres viudas que en solitario levantaban a pulso a su familia, a contracorriente de la sociedad patriarcal, mujeres destinadas a morir pariendo, mujeres reventadas en el campo a trabajar, mujeres violadas, mujeres insultadas, cuestionadas u olvidadas, mujeres que antes de lavar en la reguera rompían el hielo, mujeres que soportaban infidelidades, golpes y humillaciones, mujeres que abortaban, mujeres que veían morir a sus hijos e hijas por enfermedades que solo se curaban con dinero, mujeres que no pintaban nada y lo pintaban todo, mujeres que callaban por miedo, mujeres que se tragaban las lágrimas, mujeres de luto, mujeres que dejaban huérfanos y huérfanas, mujeres que cuidaban, mujeres que eran y son nuestras abuelas.

Las abuelas barren las puertas de las casas y un día dejan de hacerlo porque se han cansado de vivir. 

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