Mujeres, la calle (no) es nuestra

"Desde que empezó el estado de alarma no puedo pensar en otra cosa: mi madre y millones de mujeres como ella, son obligadas de por vida a quedarse en casa porque la casa es el espacio que les corresponde", cuenta la escritora Najat el Hachmi en elpais.com, dirigiéndose al público lector, tratando así de sanar su herida.

Ni siquiera las calles llevan nuestro nombre, los hombres se apropiaron de cada metro de asfalto, como si lo público también les perteneciera, como si las plazas y las avenidas fueran de su propiedad, por eso las placas llevan su firma, cómo cuesta ver nuestro nombre en una calle, cuánta invisibilidad y cuánto olvido, cuánto esfuerzo y sudor en cada centímetro de calle. Esto lo he visto como una advertencia, las calles no nos nombran porque en realidad no nos pertenecen, porque querían dejarnos claro que nuestro sitio no es la plaza, sino la casa.

La calle siempre ha sido peligrosa para las mujeres, un lugar incierto, oscuro, el territorio de los hombres, un espacio que pisamos de puntillas, sin molestar y con mucho cuidado. Cuántas veces nos lo han recordado, la ciudad es peligrosa, hasta sus formas y ángulos conspiran contra nuestros cuerpos. El miedo alimenta nuestras arterias y casi nos abrasa, son señales de advertencia.

Cuando estamos a punto de incumplir el toque de queda, la calle despliega las sombras y los ruidos a los que nunca nos acostumbramos para obligarnos a regresar al nido que nos construyeron para ser felices. En realidad es un espejismo, el nido a veces es tan espinoso que lo que más duele es la indefensión que nos provoca, haciéndonos sentir tan deshilachadas, tan desconectadas, tan vulnerables.

Nuestras madres y abuelas conocen muy bien el nido que estuvieron dando forma durante años. Palito a palito fueron construyendo un hogar lleno de un amor histriónico que las iba reblandeciendo por dentro, aunque ellas se creyeran muy fuertes, capaces de todo, porque así tenía que ser, hacer por poder, porque siempre había que reconstruir el nido, esa era la tarea diaria. No debía derrumbarse, había que sustituir los palitos y fortalecer las paredes para que fuera un lugar cómodo y acogedor para la familia.

Nuestras madres veían la calle desde sus nidos, a veces cruzaban su borde para aprovisionarlo, volaban lo justo, lo suficiente para cumplir con su misión: cuidar el nido y volcar sus energías en él.

El encierro se convirtió durante años en una norma consuetudinaria, aprobada por aquellos hombres que diseñaron una vida para nosotras, el nido perfecto. Nos tatuaron las instrucciones de una vida aparentemente fácil, solo había que obedecer, dar forma al nido y alimentarlo de amor a rabiar, sacrificio y silencio. La calle no era nuestra, para qué, no nos hacía falta, ya teníamos el nido para entretenernos y entretener.

Cárceles para "mujeres rebeldes"
Luego estaban los otros nidos, los institucionalizados, y ese era otro nivel, los psiquiátricos se convirtieron durante el franquismo en cárceles para "mujeres rebeldes", lejos de ser centros de curación mental fueron un verdadero infierno para las mujeres que no encajaban con los valores patriarcales del nacionalcatolicismo. En el libro El placer de matar a una madre, de Marta López Luaces, se describe perfectamente cómo las mujeres carentes de nido eran consideradas locas, por salirse del corsé social, por denunciar atrocidades, por vivir libremente, por reír a carcajadas, por tener adicciones, por ser madre soltera, por ser violada, por leer libros prohibidos, por enseñar demasiado, por hablar con desconocidos, por elegir la soledad y la "mala vida".

Esto último me lleva a revisar el ensayo de Rebecca Solnit, Wanderlust. Una historia del caminar, en el que la autora "documenta el lento progreso del caminar femenino, originalmente reducido al ámbito doméstico". Solnit reflexiona sobre nuestro miedo al acoso sexual callejero, a nuestra obsesión por evitar lugares oscuros, poco transitados, descampados y medios de transporte vacíos. Toda una lista de códigos que nos ayuda a sobrevivir en la calle. También destaca que "algunas ciudades han tomado medidas para que sus espacios urbanos sean más inclusivos", aunque reconoce que "no abordan la raíz del problema: el tratamiento sexualizado que reciben las mujeres en el espacio público". No os perdáis este artículo de María Sánchez DíezMujeres de la calle.

Seguro que esto os suena. Nos contaron que nos orientábamos mal, que no sabíamos interpretar los mapas, que nos perdíamos con facilidad por las calles, que nuestra visión espacial era reducida. Nos lo creímos, mientras se vulneraban nuestros derechos civiles.

La calle no era nuestra y ahora tampoco, aunque algo más sí, gracias a las mujeres que se dejaron la piel precisamente en las calles, porque un día decidieron salir del nido, de la impostura del confinamiento de ensueño, un paso nada fácil, para defender nuestra parte del asfalto, porque las calles también nos pertenecen, porque lo que no se nombra no existe.

Costó mucho que las mujeres pudiéramos salir a trabajar fuera de casa, dentro de ella todo lo que quisiéramos, eso sí, por amor y de gratis. Siempre la casa, la calle era para otras mujeres, no para "las nuestras".

Los hombres salían y entraban del nido a su antojo, las horas que ellos mismos quisieran otorgarse, ir al bar a echar la partida, tomar unos vinos, socializarse, airearse, mientras las mujeres se quedaban en casa cuidando del nido, descomponiéndose por dentro sin dejar de sonreír, por eso de no despertar a la bestia.

La calle siempre ha tenido connotaciones negativas para las mujeres, no es lo mismo "hombre de la calle" que "mujer de la calle", no es lo mismo "hombre público" que "mujer pública", porque solo los hombres pueden ocupar ese espacio público con total libertad, mientras las mujeres arrastramos una bola de acero pesadísima que nos impide avanzar y a partir de ese momento todo se vuelve una conquista, con su correctivo correspondiente.

Y todavía hoy para el sistema patriarcal somos una amenaza cuando juntas recorremos las calles, y las conquistamos, y gritamos, y nos quejamos, y por eso el 8M multitudinario es un ataque directo a la base del patriarcado, porque le desarma, porque le desmonta la definición de "mujer de la calle", la expresión que se inventó como castigo para encerrarnos en casa, el espacio privado y reducido, para obligarnos a que nos gustara el nido.

Como decía Rebecca Solnit: "Andar puede ser un gesto revolucionario".
(*) Ilustración de El Hulahoop.

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