La abuela Valentina heredó el reclinatorio de su madre como si fuera una promesa de más de 200 años, quizás por eso permanece intacto. Todavía conserva el culo de paja trenzada y las iniciales hechas con chinchetas que sobresalen brillantes y redondas. Es un reclinatorio sencillo, de madera, sin adornos, muy práctico.
Valentina, su madre y la madre de su madre cuidaban de la iglesia, abrían y cerraban, ordenaban, limpiaban, organizaban, reponían las velas y procuraban que todo estuviera perfecto, y tenían su reclinatorio.
Todavía recuerdo siendo muy niña que en la iglesia del pueblo las mujeres se colocaban en los bancos de delante, mientras los hombres se sentaban en los bancos del final. Yo siempre que podía me soltaba de la mano de mi madre y me colaba corriendo con mi padre y mi abuelo a la parte de atrás, esquivando las miradas desaprobatorias de las señoras.
No sé por qué las mujeres tenían que ocupar los primeros bancos, no entendía esa segregación. Es como si las mujeres estuvieran obligadas a atender el mensaje que el señor del discurso grandilocuente transmitía desde su púlpito, como buenas alumnas, para no perderse ni un ápice del sermón del sacerdote. Lo cierto es que ellas cantaban más fuerte que los hombres, eran más y se sabían mejor los rezos. Sin embargo, a pesar de que en número superaban a los hombres, las mujeres de la Iglesia vivían calladas y aisladas, escuchantes y obedientes, unidas por la fe, trabajadoras incansables para que el engranaje litúrgico estuviera siempre a punto, pero alejadas del altar cuando se encendían las luces. Para acercar los artilugios durante la misa ya estaban los monaguillos. Las mujeres contemplaban con atención desde el suelo raso el suceder de los acontecimientos con devoción y muy pendientes de las tareas encomendadas.
Las mujeres preparan los altares, limpian el templo, la sacristía,
colocan las flores, renuevan las velas, pasan el cestillo, lavan la
ropa, los manteles y planchan la sotana, y luego se confiesan, cuentan sus culpas al Hombre, a quien llaman
director espiritual, como si necesitaran un tutor para conducir sus
vidas. Los confesionarios y los reclinatorios eran el diario de campo y la máquina de operaciones de los valores ultraconservadores, que a día de hoy todavía perduran. Se convirtieron en el habitáculo de la culpa y en la fábrica de mitos, en interrogatorios, prohibiciones y mandatos, obsesionados con nuestra sexualidad y el control de nuestros cuerpos. "¿Cuántas veces haces uso del matrimonio?", era una pregunta recurrente, también las relacionadas con la masturbación, la reproducción sexual o el casamiento.
Las mujeres se confesaban y se confiesan más que los hombres, se arrodillan más que ellos y acuden a misa con mayor frecuencia para escuchar homilías sexistas que hablan de control, autocensura y culpa. El miedo resuena en sus cabezas como un gong inherente a la conciencia, que el confesor se dedica a inocular a través de la palabra mágica: el pecado. Las mujeres todavía rinden cuentas al Hombre y entre ellas nacen rencillas y conflictos motivados por la propia organización. La sororidad no entra en los planes celestiales.
Ese pequeño ecosistema forma parte de miles de ecosistemas conectados, que a su vez diseñan un sistema institucional poderoso: la Iglesia, donde las mujeres hacen y deshacen laboriosas, esperando el reconocimiento del Hombre, el sacerdote, el que bendice o maldice. La Iglesia desplegó toda su pedagogía al servicio del patriarcado, convirtiéndose en la academia perfecta del sistema patriarcal, una aliada que construye y reproduce los estereotipos de género con una moral de lo más recalcitrante.
El otro día leía en el artículo Mujeres en la Iglesia católica, una mayoría silenciada, de elmundo.es que las mujeres "representan un 61%, organizadas en distintas órdenes religiosas, frente a un 39% de hombres, entre sacerdotes, obispos, religiosos y diáconos". A pesar de estas cifras, las mujeres no ocupan puestos de liderazgo dentro de la Iglesia, directamente los tienen vetados. Hasta 1983, con la reforma del Código Canónico, "las mujeres eran la última opción como ministras del bautismo, no podían ser servidoras en el altar, debían cubrirse la cabeza para entrar en cualquier templo, se las prohibía predicar en la iglesia y no podían leer las Sagradas Escrituras", por considerarlas impuras (no ser dignas de lo sagrado). A día de hoy se mantiene la prohibición de la ordenación sacerdotal para las mujeres.
En la actualidad, la institución está más que cuestionada. El día 1 de marzo de 2020 las mujeres de la Iglesia, teólogas, feligresas, comunidades de base y algunas congregaciones religiosas salieron a la calle para rebelarse contra la estructura patriarcal de la institución. En el comunicado, bajo el título La revuelta de las mujeres en la Iglesia, hasta que la igualdad se haga costumbre, reivindicaban mayor visibilidad, reconocimiento, liderazgo, participación en la toma de decisiones, lenguaje inclusivo e igualdad real, y a su vez denunciaban "las múltiples formas de injusticia e invisibilización que sufrimos en la Iglesia. La institución, con su estructura y organización, está quedando al margen de las conquistas sociales en igualdad y corresponsabilidad y está cometiendo un error. El clericalismo es causa de muchos males. Por ejemplo, la dolorosa violencia ejercida sobre mujeres, religiosas y laicas, además de otras formas de violencia lamentables".
Cada vez hay menos reclinatorios y confesionarios en activo. Las mujeres de la Iglesia han tomado el púlpito en la calle para defender la teología feminista como motor de cambio.
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