La cocina de nuestro primer piso, sin ascensor, desván y escalera estrecha, el de la calle más bulliciosa del barrio, donde salíamos a jugar en verano hasta que nuestros padres volvían de la fábrica en el turno de la tarde y la niñez se antojaba infinita, era cuadrada, soleada y hermosa. Sin lujos, sin microondas, sin lavavajillas, sin campana extractora, sin vitrocerámica. La primera versión de esa cocina era en muebles baratos marrones y blancos, que luego heredó mi tía para la casa del pueblo, baldosines pequeños, bombona de butano y caldera de leña y carbón.
Con la llegada del gas natural reformamos la cocina, sustituimos los baldosines por otros más grandes con dibujos de bodegones color crema, quitamos la caldera y ya nunca más volvimos de paseo al monte a recoger piñas.
El apéndice de la cocina era una terraza estrecha llena de sol donde teníamos la lavadora, los tiestos y unas baldosas desconchadas color tierra, los cambios de temperatura eran crueles con la pequeña galería de hierro y cristal. El exterior daba a un patio desangelado, con claraboyas y ropa tendida, solo cruzábamos el umbral de la puerta exterior de la terraza el tiempo justo para tender la ropa o barrer.
Hacíamos vida en la cocina, como decía mi madre. De la cocina salíamos siempre mi hermana y yo escopetadas para dar un beso a mi padre y colgarnos de su cuello cuando llegaba de la fábrica, no nos importaba el olor a goma quemada, ese beso se mezclaba con el aroma de la tortilla de patata que se escapaba por el pasillo y era perfecto. Ahora ese pasillo nos parece pequeño, como de dos zancadas, antes era una pista para echar a volar.
En la cocina desayunábamos, comíamos, tomábamos café y cenábamos, celebrábamos los cumpleaños y desplegábamos el parchís, las cartas o el dominó. La mesa esquelética color hueso era el nervio que sostenía toda la actividad. Se plegaba por la mitad, pero siempre estaba extendida, con la radio que nos regaló mi tío encima y el taburete debajo, el favorito de mi madre, delante del radiador de resistencias. Sobre la mesa forrábamos los libros el primer día de clase, instalábamos la máquina de coser y colocábamos la bañera de plástico para bañar a mi hermana cuando era bebé.
La cocina se convertía cada tarde en una sala de estudio de quita y pon, con aquel flexo de bombilla azul y noches en vela, acompañadas por nuestra madre que mataba el rato leyendo o cosiendo, haciendo verdaderos esfuerzos para no quedarse dormida.
En la cocina jamás hubo televisión, lo que favorecía las tertulias familiares en torno a la mesa, con las comidas como rito sagrado. Toda la familia cabía en la cocina, de hecho se podían hacer varias cosas a la vez. Mi hermana llegó a usar la mesa como pista de baile, ante el estupor de mi madre, y a colocar las sillas en fila para emprender un viaje en tren.
La cocina era un lugar de encuentro, de convivencia, de charlas, de toma de decisiones, de lectura, de costura, de recetas, de recogimiento, de plancha, de confidencias, de luz.
Lo primero que hice cuando me regalaron la Olivetti, con 8 años, fue colocarla encima de la mesa de la cocina y practicar todo lo que me habían enseñado en un curso rápido. Y eso se convirtió en una costumbre. Después llegó la máquina de escribir electrónica y posteriormente el Amstrad que nos prestó nuestro primo y que también colocábamos encima de la mesa de la cocina cuando teníamos que realizar trabajos que nos llevarían horas.
La cocina de mi abuela paterna era inmensa, la vida pasaba dentro de esa estancia que olía a humo todos los días del año, aunque la chimenea estuviera apagada. Las habitaciones se convertían en lugares de paso, la cocina, sin embargo, era el corazón de la casa, siempre bombeando.
La cocina lo aguantaba todo, las cosas que manchaban, como la salpicadura del vino al chocar contra el embudo o el aceite chisporroteando, y también las que requerían una superficie limpia, como la costura, la plancha o la escritura. Hacer vida en la cocina era eso, convivir.
La cocina era un espacio compartido, sin títulos de propiedad, un lugar para quedarse, atrincherarse y pensar, un lugar de acción, de planificación y de viajes imaginarios, y en el que las mujeres pasaban la mayor parte del tiempo (como ahora).
Ahora no hacemos la vida en la cocina, pasamos el tiempo justo, principalmente porque son oscuras, estrechas, superficiales y llenas de cachivaches que ni siquiera utilizamos. Responden a los requerimientos de una construcción neoliberal y patriarcal, enfatizando el binomio público-privado y en consecuencia reproduciendo la división sexual del trabajo.
En algunas cocinas difícilmente caben dos personas, y ya no hablemos de hacer otras actividades que no sean cocinar o fregar. La cocina no es un espacio compartido, es un lugar impositivo, a veces hasta ingrato. Una de las asignaturas pendientes es la corresponsabilidad, el reparto de las tareas domésticas (obligaciones que casi siempre recaen en las mujeres).
¿Puede favorecer la corresponsabilidad una determinada forma de diseñar los espacios comunes de las viviendas? En el País Vasco creen que sí. "Podemos hacer que la cocina se convierta en un espacio común, pero común de verdad, que la cocina se convierta en un espacio de la unidad convivencial, no solo de la mujer", explicaba Pedro Jaúregui, viceconsejero de Vivienda del Gobierno Vasco en elpais.com, con el objetivo de que los espacios comunes (la cocina y el salón) sean el centro de la casa y dejen de aparecer como estancias aisladas. De ahí que el departamento de Vivienda esté trabajando en la elaboración de un borrador del nuevo decreto de construcción y habitabilidad, con el fin de incorporar la perspectiva de género.
La cocina no debe plantearse como un castigo, sino como un lugar de conexión. Desde el Proyecto [Contra] Espacial, Pablo Brandolin, Florencia Abdala y Atenas Brizuela escriben sobre esta división de lo público y lo privado, y de la importancia de la socialización de las actividades (especialmente de las domésticas), como apunta la arquitecta feminista, Mónica Cevedio: "Se busca romper con el individualismo imperante en la sociedad y aumentar las posibilidades de encuentro".
Se trata de politizar lo cotidiano, de poner la vida en el centro, de romper con los roles de género, de visibilizar el cuidado, de hacerlo común, compartido y prioritario. De que la casa sea un lugar habitable, de convivencia, y es responsabilidad de sus habitantes el mantenerla viva, despatriarcalizando el espacio.
De niñas, en el piso viejo, cuando hacíamos la vida en la cocina no éramos conscientes de su versatilidad, se adaptaba a nuestras necesidades, pero no reparábamos en ello: si éramos más o menos habitantes porque ese mes venían los abuelos, si desarrollábamos una u otra actividad, si nos visitaban unos u otros, la cocina era moldeable, lo que los autores del artículo Vivienda y género denominan "indeterminación funcional": "El cambio de paradigma estaría en dejar de pensar que a cada “tipo” de habitante le corresponde un “tipo” de vivienda y comenzar a pensar que la vivienda debe ser susceptible a cambiar dependiendo de los usuarios que la habiten".
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