Siemprevivas

Mi abuela tenía pocas plantas en el corral, un laurel, alguna florecilla y un puñado de siemprevivas que se agarraban a las piedras con rabia. Las siemprevivas tenían sus propios hijos, crecían pegados a las hojas carnosas, se divertían con las piedras y compartían el agua en su justa medida. Eran tallos sobreprotegidos y queridos, quizás en exceso, las siemprevivas les apretaban fuerte contra sus pétalos, en eso eran inflexibles, porque el miedo a que sufrieran superaba al del diluvio. 

Para mi abuela regar su jardín silvestre, por muy pequeño y raquítico que fuera, se convertía en uno de sus placeres favoritos. Y allí se quedaban las gotas, adornando las siemprevivas, divirtiendo a sus hijos, abrillantando a las piedras, recordándolas su propia resistencia. 

Las siemprevivas siempre estaban dispuestas a vencer cualquier contratiempo de las estaciones, incluso cuando mi abuela dejó de cuidar el corral, las siemprevivas seguían creciendo orgullosas, perennes, abanderando la naturaleza que un día mi abuela había sembrado, como si tuvieran que mantener su legado. A día de hoy siguen erguidas, resistiendo, cumpliendo una promesa.

A veces les nace una vara que revienta su final en pequeñas flores, iluminándolo todo, a veces sufren demasiado, otras tiemblan de frío, pero continúan resistiendo y protegiendo a sus vástagos. 

Veréis siemprevivas en los agujeros de las rocas, aisladas de todo, gregarias, pensativas, a lo suyo, resistiendo. Las observaréis maduras, fuertes y con las raíces nómadas, sin miedo a ser trasplantadas. Cuando sale el sol las siemprevivas se ponen contentas, sonríen, se secan la humedad incómoda y piensan en un futuro no muy lejano. Es un momento tan íntimo y cómplice que ni los hijuelos se dan cuenta de la esperanza que las invade. Cuando llegue la lluvia reconocerán que todo fue un espejismo, pero se acordarán de las risas puntiagudas, preñadas de savia. 

Las siemprevivas siempre están presentes, alrededor de un árbol, entre las rocas, tan valientes que duele verlas tan expuestas. Aunque tengan un hilo de raíz, consiguen multiplicarse. No veréis una única planta, porque han elegido vivir en corro, viven juntas, cooperan para sobrevivir, pero no siempre lo consiguen, algunas plagas, como el pulgón, son su amenaza. Siempre hay desalmados.   

En la antigüedad se pensaba que esta planta traía la bondad al hogar y que ayudaba a proteger las casas de hechizos e incendios, de ahí que se cultivara en los tejados. Es habitual verlas crecer en casas abandonadas, resistiendo al olvido, prometiéndose eternas, aunque solo se clareen las paredes ruinosas y unas tablas cruzadas que dan cobijo a los pájaros. 

Por eso dicen que es la planta perfecta: "no demanda prácticamente nada para lo mucho que da". Las siemprevivas son generosas y sacrificadas, sencillas, tan resilientes que ni nos damos cuenta de lo extraordinarias que son. 

Veo las siemprevivas y las veo a ellas.  


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