Las mujeres de mi vida

No he parado hasta encontrar el cuentito que me contaba mi madre de pequeña mientras me daba un baño. No sé, me obsesioné con ese cuento, se convirtió en un icono de mi infancia. Me daba rabia no recordar los detalles de esa historia, solo venía a mi cabeza una cancioncilla recurrente que ni siquiera era capaz de ponerle letra. Hay recuerdos que se quedan para siempre rumiando en el subconsciente como pellizcos alertadores. A veces pienso que son la punzada definitiva.

Esa amiga de la infancia jamás deja de serlo, por muchas diferencias que nos separen, por muy lejos que nos encontremos, por muy a las antípodas que nos sintamos. Esa amiga lo es siempre. Son los recuerdos los que hacen sólida una amistad casi mística. Los álbumes de tiempos analógicos descubren las costuras de una relación atropellada por la década de los 90. Qué poderosa es la memoria y cuántas veces la menospreciamos. Si escucháramos con atención su prudencia viviríamos conscientemente. Ay, los recuerdos.

La primera manifestación fue con ellas, con las chicas sin pandilla que sobrevivíamos la secundaria. Nos reuníamos algunas tardes en la céntrica casa de la amiga más soñadora, en el último piso de un edificio antiguo con un ascensor de espíritu aventurero. De repente se estropeaba y nos daba la risa. Esa casa lo fue todo durante un año. Jamás olvidaré la tarde de aquella marcha contra el terrorismo. Salimos de la casa con las manos en alto, la respiración entrecortada y muchas ganas de gritar. A partir de ese momento, el activismo entró de golpe y se quedó para siempre. Ellas encendieron mi mecha. No podría vivir de otra manera.   

De tarde en tarde, cuando mi familia y yo regresábamos al pueblito, visitábamos a la señora Upe. No recuerdo su aspecto, pero me la imagino solo con las palabras que repetía mi madre cada vez que pensaba en mi padre: "Esta niña tendría que haberse llamado Antoñita, porque es clavadita a su padre". Y a veces íbamos a otro pueblito vecino, donde, según mi padre, se jugaban los mejores partidos de pelota a mano. Allí vivía la señora María. Tenía un puesto de chuches que guardaba en una cochera y que solo sacaba en las romerías. A veces me llevaba de la mano a esa cochera para que eligiera una chuche. No me decidía. La timidez me frenaba la espontaneidad y eso es algo que siempre me he reprochado.

Zahara abrazó a su abuela Dolores en una canción, y en ella vimos a las nuestras. Las abuelas sabias son mujeres todopoderosas que nunca nos soltaron de la mano, que araron nuestra tierra para que la dureza fuera soportable. Ellas se echaron la vida a la espalda para que nuestro grito fuera más sonoro. El miedo se confundía con la resignación, así se moría en vida, con alegrías prestadas y un deseo de libertad pecaminoso. Las abuelas soñaban en corro, pero solo cuando no había ropa tendida. Sin pretenderlo, ellas hilvanaron la lucha. 

Me conoció antes de conocerla, cuando paró a mi madre por la calle para hacerme carantoñas. Nada hacía presagiar que iba a ser mi primera maestra, la señorita Conchita. Decía que sus niños éramos nosotros y nosotras. Éramos sus niños y niñas durante dos años (primer ciclo de primaria), luego venían otros niños y niñas, que también eran de ella, y así sucesivamente. Me la creía inmortal, rodeada de criaturas, hasta que un día se convirtió en nuestra primera maestra de primaría para siempre, la maestra que nos enseñó a recitar.

Una "hermana - amiga" es un regalo de la vida, el mejor. Todo lo demás queda en la intimidad de una relación cómplice y entrelazada, donde los silencios lo explican todo. Su mano es sanadora. Es un amarre fuerte, y a la vez delicado, sin desconfianza, sin prejuicios, sin opacidad. Una "hermana - amiga" es luz, atenta a que la oscuridad sobrevuele lo justo. El amarre nos mantiene a flote. Echo de menos su mano, ojalá pudiera tenerla cerca siempre. Cuando la oscuridad vuela bajo me imagino su amarre para ahuyentar los kilómetros de sombra.  

Las mujeres de mi vida también son las otras hermanas, las compañeras de lucha. Las que leemos y no conocemos en persona, las que sí conocemos, las que conocimos en las calles, las que deseamos conocer, las que abrazamos o simplemente admiramos. 

(*) Ilustración de El Hulahoop 


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