Por ser mujeres


Por ser mujeres la vida consiste muchas veces en sobrevivir. La supervivencia es la acción vital que marca la rutina, porque el día a día es una agenda interminable de sobresaltos. El miedo paraliza nuestras palabras y los gestos no son más que víctimas de la autocensura. Y nos mordemos la lengua, tragándonos el veneno y maldecimos intentando que no nos lean los labios. Hablamos entre nosotras y nos contamos cosas que nos pasan a todas pensando que lo nuestro es exclusivo y entramos en pánico, pero se nos pasa porque lo personal es político. Muchas mujeres no hablan, ni siquiera pueden tragarse el veneno de la rabia, porque el patriarcado es capaz de olerlo. Eso es supervivencia. Por ser mujeres.

Por ser mujeres nuestros cuerpos importan menos, será porque se exhiben, se compran y se venden. Si no son para saciar al patriarcado nuestros cuerpos se ocultan porque ofenden al neoliberalismo. Hay niñas que son casadas a la fuerza, violadas y convertidas en esclavas para hombres. Sus cuerpos no son suyos, sus vidas se escaparon antes de nacer. Hay mujeres que viven enterradas, sin que un milímetro de su cuerpo vea la luz, mutiladas o con el rostro borrado por el ácido. De nuevo los cuerpos no son nuestros, porque muchas mujeres no deciden sobre su destino, ni sobre nada, la nada, eso es, así viven muchas mujeres, en la nada, por el hecho de ser mujeres, sin ser nadie. 

Por ser mujeres nuestras muertes no escandalizan, somos menos víctimas, cuando nos asesinan el grito es para dentro, es el nuestro, el de un feminismo afónico, cansado de defenderse, de resistir, de rebelarse. Nuestro sufrimiento importa menos, no abre informativos, ni portadas, ni llena editoriales, el terror que se ejerce sobre las mujeres no es tan horrible, ni tan cercano, ni siquiera molesta. Los hijos e hijas, víctimas del horror, también se arrojan como armas contra las madres, muchas veces agarrotadas por el miedo y la incomprensión, torturadas en vida, acorraladas por la justicia, marginadas por la sociedad. Por ser mujeres huimos, pero un muro de hormigón nos recuerda que no es una opción y volvemos a la casilla de salida.

Por ser mujeres nos tratan como si fuéramos cosas, como si nuestros úteros fueran fábricas, como si nuestras vaginas fueran agujeros, como si violarnos fuera casi inevitable, debido a nuestros cuerpos provocadores, como si nuestros cuerpos no fueran nuestros, como si pertenecieran a los mitos patriarcales: que si la falda era muy corta, que si no lo viste venir, que si el maquillaje, que si el escote, que si la mirada, que si te quedaste sola. Y volvemos al inicio, no somos.

Por ser mujeres cuidamos, una imposición de nacimiento que ni se ve, ni se oye. El rol de cuidadoras nos atraviesa y nos ata a la pata del romanticismo para que parezca hasta hermoso. Sin embargo, nos convierte en portadoras de sufrimiento y culpa. Nunca llegamos a todo, nunca es suficiente, nunca es importante. Los cuidados se cubren de silencio, privacidad y recogimiento. Pasan a un plano doméstico y oculto, sin reconocimiento, aunque sean el centro de la vida. 

Por ser mujeres escuchamos cómo el ruido de la culpa resuena al andar, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, y el pecado se mueve como una bola de acero atada al tobillo, pesa tanto que duele. Nos han educado a sobrellevar la gran bola de la culpa, a caminar por un hilito de cal, sin salirnos, con un control que estremece y una exigencia que muchas veces nos asfixia, y aparece la ansiedad y los ataques de pánico, pero nos dicen que estamos locas, que son imaginaciones nuestras y que sigamos caminando sobre la línea blanca, sin salirnos. 

Por ser mujeres molestamos, porque si hablamos lo que no quieren escuchar molestamos, si ocupamos molestamos, si reivindicamos molestamos, si gritamos molestamos, si pensamos molestamos. Molestamos al patriarcado solo con nuestra existencia si no es para servirle

Las guerras son más atroces para las mujeres porque nos convertimos en rehenes, en esclavas sexuales, en muertas en vida, en armas, porque "la guerra no tiene rostro de mujer", porque vivir la guerra es peor que la muerte.

Por ser mujeres las enfermedades que padecemos se escapan de los manuales porque se estudia un modelo universal masculino que nos invisibiliza (a más de la mitad de la población). Leed a Carme Valls y lo entenderéis todo. La ciencia gira alrededor de la mirada androcéntrica, por eso nuestras dolencias son menos conocidas, nuestros síntomas ignorados y los diagnósticos desacertados. A veces la locura es la respuesta a nuestros males, como si la mente fuera la llave de los dolores, como si el mal se hubiera instalado en nuestros órganos por invocación, como si nuestra imaginación fuera la autora de los delirios.  

Por ser mujeres nos agujerean las orejas, nos adornan, nos infantilizan, nos quitan, nos ponen, nos oprimen, nos agreden, nos silencian, nos juzgan, nos señalan, nos critican, nos reprenden, nos ordenan, nos marginan, nos castigan, nos encasillan, nos ridiculizan, nos gritan, nos intimidan, nos recuerdan cada día cuál es nuestro sitio y nos regalan los oídos con el mantra del romanticismo para justificar todo lo anterior.

Por ser mujeres la maternidad recala en nuestros cuerpos para transformarnos en seres de luz, eso es lo que espera el patriarcado de nosotras, mujeres convertidas en madres, si no es así somos sospechosas, incompletas o raras, no encajamos en el puzzle patriarcal. Las mujeres, o somos madres o no somos. La madre sacrificada, abnegada, callada, discreta, volcada en los cuidados aparece en el imaginario machista para recordarnos cómo es ser una buena madre. Las malas madres son las mujeres que no renuncian a serlo y eso el patriarcado no lo perdona. 

Por ser mujeres la libertad es casi un sueño, quizás te crees libre, quizás pienses que lo eres, pero como apunta la escritora feminista Audre Lorde: "No seré una mujer libre mientras siga habiendo mujeres sometidas". 

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