Un hombre desbordado lanzaba improperios en la sobremesa porque tenía que tomar una decisión con respecto a su madre anciana. La dependencia de esta mujer nonagenaria estaba poniendo a sus hijos en un brete, pero este hombre no mostraba ninguna empatía hacia su madre, la veía como una carga, como un proyecto a tramitar, como un problema de empresa a resolver, como si con un cheque se pudieran gestionar las emociones o los cuidados. Quizás despotricaba furioso e insolente porque la vida le estaba contestando con una verdad irrefutable: los cuidados no se solucionan a golpe de talonario porque lo emocional no cotiza en Bolsa.
Él que tanto había hecho por la empresa, con tanta diligencia, siempre respondiendo a sus obligaciones, jamás mostrando desinterés o desidia, orgulloso de traer el dinero a casa, y de que a "su mujer" no le faltara de nada, porque él era el proveedor máximo, el poderoso que resolvía, el portador de la razón, el cerebral, el líder, el cabeza de familia, ahora se veía acorralado por un tema que consideraba incontrolable. En este asunto vital, como es la gestión de las emociones y los cuidados se mostraba sobrepasado e inexperto. Su analfabetismo emocional le había llevado a una crisis inesperada.
Valores como la paciencia, la empatía, la colaboración, el apoyo mutuo, la comunicación, el consenso o la asertividad no aparecen en el manual de instrucciones de un señor que creía saberlo todo. Siempre lo había dejado en manos de las mujeres, las que se encargan de pensar en esas cosas (de ellas). Cuando ha descubierto que esas cosas "de mujeres" son en realidad la punta de lanza, el motor de la vida, ha colapsado. Ha intentado procrastinar la toma de decisiones con respecto a los cuidados de su madre, buscando soluciones coyunturales, como cuando hay que resolver un problema puntual en la empresa, y con dos llamadas lo has cerrado, pero eso no funciona con los afectos, porque abordar los cuidados no significa "aparcar" deprisa y corriendo a una persona para que no moleste.
La parte humana se diluye muchas veces entre dimes y diretes. Se buscan excusas y justificaciones pueriles que no se sostienen, contradicciones y miradas que apuntan hacia otro lado con tal de no asumir que somos frágiles, dependientes y mortales, todos los seres humanos, sin excepción. Cuidamos y nos cuidan, pero no tiene que tratarse con desdén y rabia un hecho completamente humano. La gestión de los cuidados debe ser un ejercicio de humanidad y de justicia social, sin crispación, sin caridad, sin reproches, con la serenidad que requiere tomar decisiones que determinan una vida, en esta ocasión la de una madre anciana.
Otra costumbre es dejar la gestión de los cuidados de la persona dependiente a la pareja (mujer) porque el hombre tiene que trabajar. Volvemos al mismo punto de partida: cuando las situaciones no pueden resolverse como una duda empresarial, entonces pasamos el ovillo a nuestra compañera que, según el sistema patriarcal, se maneja mejor en estas lides.
Las mujeres asumimos los cuidados por obligación, así lo hemos aprendido desde niñas, como si hubiéramos nacido con ese don. Se ha menospreciado esta labor, se ha romantizado, se ha invisibilizado, se le ha restado responsabilidad social, empresarial e institucional, y como el amor lo puede todo, el sacrificio entra en escena y justifica un trabajo que debería ser corresponsable y prioritario. Todo lo que tiene que ver con el campo afectivo lo relegamos o lo evitamos, y somos las mujeres las que finalmente resolvemos una circunstancia familiar o completamos con ansiedad un rompecabezas para poder llegar a todo, con la consiguiente sobrecarga mental y física.
Lo que hay que tener muy presente es que los cuidados atraviesan nuestras vidas, verlos como un fastidio o un contratiempo no es aceptable, ni realista, están ahí, no se pueden esconder, ni obviar. Los cuidados no se pueden aplazar porque forman parte de nuestra realidad, sin cuidados no sobreviviríamos. Habría que propiciar un sistema económico y social que garantice los cuidados, que no los estigmatice, que no los ridiculice, que les dote de recursos, que no los lance a los brazos de unas mujeres hartas de asumir cuidados por una supuesta vocación.
A este hombre le diría que todas las personas necesitamos cuidados, que su gestión es prioritaria, que abandone el rol de proveedor y la masculinidad despegada de los afectos para iniciar una conversión hacia la empatía y la corresponsabilidad. Hablamos de derechos humanos, de estado de bienestar, de igualdad de derechos y oportunidades, en definitiva, de garantizar una vida digna.
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