Las abuelas que besaban el pan

A Almudena Grandes le enseñaron a besar el pan sus tres tías abuelas, porque si el pan caía en suelo limpio, no se tiraba, se besaba y se volvía a colocar en la panera. Cuando me enteré de esta anécdota que da título a su libro 'Los besos en el pan' no pude evitar pensar en mi madre y en mis abuelas, y en cómo ellas también me enseñaron a besar el pan cuando se caía al suelo. Más allá de símbolos religiosos, besar el pan se convertía en un gesto sagrado, principalmente porque el estómago no entendía de metáforas divinas en tiempos de posguerra. En el pueblo se pasó hambre, mucho.

Los besos en el pan trascendían a la superstición, quizás porque el beso tenía que ver más con atraer la buena suerte que con complacer a dios. El alimento era escaso y el pan se proclamaba el adalid de la buena salud, de la riqueza, de la tranquilidad. Sin pan no había paz, ni suerte, ni supervivencia.

Mis abuelos arrastraron el trauma del hambre hasta la muerte. Quizás por eso no pisaban los restaurantes. En su imaginario eran lugares lejanos, comedores sin alma. "Como en casa en ninguna parte", decían siempre, obsesionados por salvaguardar los guisos que la abuela cocinaba para todos, como si la cocina fuera el centro de operaciones del hogar, un lugar que costó casi la vida construir.

A través de la cocina se sellaba la propiedad que un día soñaron, sentarse alrededor de la mesa era la mejor de las conquistas. Los platos de cuchara se sucedían a diario, rotando como un tiovivo, sin olvidar el cocido, un plato inteligente para pobres, ya que con poco se ganaban muchas calorías para resistir.

Resistir. Ese era el reto a corto plazo. Por eso la comida no podía ser ligera, por eso la cuchara siempre se hacía ver en la mesa, tan poderosa, tan necesaria. La bisabuela Andrea preparaba las sopas y a escondidas repartía más cantidad a mi madre y su primo, los nietos más débiles. La cuchara salvaba vidas.

Mi abuela cocinaba en grandes cantidades y me costaba entender el sentido trascendental que daba a sus guisos. Disfrutaba cocinando hasta que se cansó de vivir. Cuando dejó de hacer sus guisos supimos que su vida se apagaba, eso, y que sus mangas ya no estaban chamuscadas.

De niñas comíamos por puro placer, éramos felices arrebañando el plato de judías pintas y persiguiendo a la abuela hasta la despensa, ese habitáculo cubierto de estanterías donde la comida no perecedera se guardaba como las joyas en una caja fuerte. Y allí estaban las ollas de aceite, casi bajo llave, porque la tentación era tremenda.

No se tiraba el pan ni otros restos de comida, siempre había una segunda vida para unas sobras, y no hablo del pasado, hablo de cómo hoy mi madre es capaz de alimentarse una semana entera con las sobras del domingo. Creo que se la quedaron grabados muy fuerte los besos en el pan. El frío se metía en los huesos, como el hambre, tan profundo que el presente ha aprendido a defenderse.

Mi madre me contó que el tío Julián mató un erizo para que la tía Elisa cocinara patatas con su grasa. Patatas, puchero y cocina eran símbolos que enarbolaban esos tiempos de carencia. Mi otra abuela y las abuelas de quienes me lo recuerdan cocían patatas en un puchero en la chimenea que humeaba toda la cocina. Todavía me llega ese olor a leña que impregnaba cada tejido de nuestro cuerpo y la ropa, y el pelo, y lo odiaba y ahora me pena pensar en ello. 

En los pueblos las cocinas económicas eran la llave de la casa. En torno a estas maravillosas máquinas de hierro se fraguaban platos de cuchara, pero también confidencias. Los mejores recuerdos son alrededor de esa placa negra, mitad cocina, mitad chimenea, de donde se sacaban las ascuas para el brasero. Nuestras abuelas salían en la foto siempre con el mandil y las pienso con la cocina de fondo, secándose las manos y con las tenazas reavivando el fuego, manteniendo a raya el hambre.

“Mejor gastarse el dinero en comida que en medicinas”, decía mi abuelo. Las comidas en casa de la abuela eran copiosas, creo que venía por ese afán de prevenir la enfermedad con guisos y pucheros, un pacto con la salud que prometía platos sin colorantes ni conservantes, sin procesados, sin take away, sin filigranas. Lo básico era lo importante, sin improvisaciones, las recetas se transmitían de madres a hijas. Mi madre me enseñó una libreta con recetas de platos de cuchara que preparó durante el noviazgo y lo llevó como ajuar el día de su boda. Era un secreto generacional entre mujeres. 

Las abuelas el día de la fiesta pensaban en voz alta los detalles de la comida, felices y orgullosas de ver a la familia unida, en torno a la mesa, como si el asado hubiera obrado el milagro. Ellas se desvivían por trazar un plan perfecto, cuyos frutos recogían en la sobremesa. La comida era sagrada, como el día grande de la fiesta, como el pan de hogaza o la torta de aceite, sin pan no se comía porque los guisos no sabían a nada.

Cuando se me cae el pan todavía me da apuro tirarlo. Si me sobra lo guardo en la panera como una reliquia. La segunda vida del pan duro es convertirlo en pan rallado. A mi abuela le diría que son besos posmodernos.   

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