"Lo que no quieras para ti no lo quieras para nadie", nos decía mi madre. Nos lo repetía como un mantra. Así nos educó a mi hermana y a mí. Sin saberlo nos estaba transmitiendo el valor de la empatía. Tenía muchas ganas de escuchar a Amelia Tiganus, activista y referente en el movimiento feminista. Creo que no pestañeé durante su ponencia. Contaba a corazón abierto una experiencia de vida terrible de manera directa, sin filtros, porque la realidad que narra es la verdad de una red criminal que cercena vidas. Las mujeres supervivientes de la prostitución que consiguen hablar después de esta tortura abren su corazón vulnerable a las personas que escuchan su relato. Ellas ahora pueden. Y eso para mí es lo más parecido a un milagro y un ejercicio de generosidad enorme: hablar, expresarlo desde el análisis y contarlo libremente, aunque haya cadenas invisibles que todavía opriman, las de la mente, las más difíciles de romper.
No sé si estamos a la altura de recibir testimonios que salen de lo profundo, no sé si lo merecemos, no sé si logramos imaginar el tormento y si somos capaces de enmarcarlo en el sistema patriarcal. Creo que nos falta madurez, y sí, empatía, también nos falta empatía. Porque no se trata de escuchar testimonios aislados, ni de victimizar, ni de compadecernos, ni de juzgar, sino de encontrar en la raíz de sus palabras el origen de la causa. No me cansaré de recomendaros el libro de Amelia, una y otra vez. Si no ponéis los ojos en el sistema capitalista, no habréis entendido nada.
Nos habló de la tesis feminista que desgrana en su libro, una vida que jamás fue personal porque lo que ocurrió fue la obra maestra del patriarcado. No se puede entender 'La revuelta de las putas' fuera de ese contexto.
Cuando pienso en la prostitución me imagino a mí misma en ella para intentar ponerme en la piel de las mujeres prostituidas. Y me reafirmo en la abolición como la única vía. "Pedimos una Ley Abolicionista del Sistema Prostitucional y de Atención Integral a Personas Prostituidas, que incluya la descriminalización de las mujeres prostituidas, así como la reparación económica, acceso a la vivienda, acompañamiento psicosocial, asesoramiento jurídico, formación, terapia y trabajo. Esos son derechos para nosotras. Y no el "derecho" a pagar impuestos por ser esclavizada", explica Amelia en su libro.
Cuando escucho el término "trabajadora sexual" es como si me clavaran un puñal. Y una vez más vuelve a mi cabeza la palabra empatía y la frase de mi madre: "Lo que no quieras para ti no lo quieras para nadie". ¿Me gustaría para mí? ¿Lo elegiría para mi hermana? ¿Para mi amiga? ¿Para mi madre? Mi madre ha limpiado escaleras y casas, yo también limpiaba escaleras con ella. ¿Se puede equiparar? Por supuesto que no.
Esto conecta con una reflexión que nos planteó Amelia en la charla. ¿Limpias las escaleras del vecindario o lames los genitales del vecindario? ¿Pasas la fregona o tú eres la fregona? Y de repente pensé en la época en la que fregaba las escaleras de mi edificio por cuatro duros cuando todavía era estudiante, pero jamás podría imaginarme lamiendo los genitales de mi vecino.
En el coloquio final surgió una conversación con una asistente sobre la palabra "puta" y su significado. Nunca antes había reparado en ello. Amelia explicó que le dolia que las mujeres nos "disfrazáramos de puta", que dijéramos "soy puta", que le resultaba frívolo, que nos pintáramos los labios de rojo, con los complementos que arrojan un estereotipo de "puta". "No, eso no es ser puta", dijo. La asistente contestó que no estaba de acuerdo, que ella consideraba que de esa manera sentía que apoyaba a las mujeres prostituidas. Pensé sobre ello y de nuevo todo este episodio me llevó a la empatía. ¿Realmente estamos empatizando con las mujeres prostituidas? ¿Y con las mujeres supervivientes?
Si las mujeres prostituidas viven en verdaderos campos de concentración, si la prostitución es la violencia machista más rentable para el patriarcado, más cruel, más invisible y más olvidada, si hablamos de supervivientes, si hablamos de esclavitud del siglo XXI, la palabra "puta" adquiere una trascendencia que no tiene nada que ver con el empoderamiento, ni con la transgresión. No podemos banalizar esa palabra, como tampoco banalizamos la palabra esclavo, porque no se nos pasa por la cabeza "disfrazarnos" de esclavos, no nos colocaríamos grilletes en apoyo a las personas esclavas y gritar "soy esclavo".
A veces escucho decir: "Que hablen las putas". Claro, como si fuera así de sencillo: "Oye, que me cojo un par de horas para dar una entrevista o participar en unas jornadas". ¿Cómo os imagináis un prostíbulo? ¿Con aparatos para fichar salidas? Trabajo exterior, asistencia al médico, asunto personal, entierro... Si las mujeres prostituidas hablan es porque al proxeneta le interesa. No les podemos pedir que hablen porque no pueden. Directamente no existen.
Empatía. Solo tenéis que imaginarlo. Si podéis.
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