Bar de pueblo

Las cuadrillas de hombres pasaban las tardes en el bar echando la partida. Ahora son las viudas de aquellos hombres las que juegan a las cartas. En el pueblo siempre hubo dos bares. Al final resistió el más fuerte. En una de las seudo plazas que va dejando la carretera sinuosa y que atraviesa el pueblo, destronada desde hace décadas por la carretera general, se ubica el último bar, donde un puñado de mesas corona un espacio protegido por casitas centenarias.     

El último bar se resiste a dejar escapar los recuerdos a los que siempre recurrimos cuando hablamos de la infancia. Con ellos el local ha ido manteniendo su aspecto, casi intacto, como si todo lo vivido se hubiera fosilizado. Los bares de pueblo están hechos de personas, me gusta llamarlos centros vecinales porque el bien social supera cualquier servicio. Cuando pienso en mujeres rebeladas me viene a la mente Matilde, la mujer que regenta el bar Benito, y su infinita colección de amaneceres. Con más de 70 años todavía abre las puertas del único bar del pueblo, un negocio familiar que se ha convertido en una institución. 

Los movimientos lentos, las cuentas a boli, las palabras precisas, los achaques que se muerden el labio dibujan los rasgos de una mujer que sigue luchando por su proyecto de vida. Intuyo que su motivo es abrir el bar, y así cada día, mientras su cuerpo la lleve. El horario viene marcado por las costumbres de algunos clientes, como el café de la mañana, como las cervezas al atardecer o la llegada del pan del pueblo cercano.

Me cuesta ver envejecer a Matilde. Me despierta ternura. Ella es el hilito que sostiene la vida social en el pueblo. El esfuerzo que dedica a poner en marcha cada cacharro indica que hay esperanza en la economía frágil, un motor pequeño y lento, pero ensoñado. Siempre recuerdo a Matilde detrás del mostrador, como ahora, pero más joven, como el resto, también más jóvenes, inconscientes y viviendo el presente sin mirar al futuro ni siquiera de reojo. Nos habíamos entregado a un verano que parecía perfecto, quién se atrevía a no confiar en las rutinas. El tiempo no nos dio la razón y ahora nos aferramos al bar de Matilde como si nuestra infancia se jugara los recuerdos.

La vida de mi familia también está ligada al bar de Matilde. Siempre recordamos escenas cotidianas de cuando pasábamos algunos días en casa de los abuelos. Desde la puerta hasta el bar lanzábamos una cuerda imaginaria que éramos capaces de seguir casi con los ojos cerrados. Todavía puedo saborear la torta dulce en el desayuno o los bollos de azúcar que mi tía sacaba cada tarde en la merienda. Todavía puedo escuchar a mi primo pedir aceitunas o a mi madre la línea para llamar por teléfono.   

Matilde no está sola. Cuando veo a su hija e hijo detrás del mostrador, en los días de ajetreo, ágiles, resolutivos, al frente del negocio, me tranquiliza. Sabemos que la fiesta sin bar es menos fiesta. Sin ella y él sirviendo consumiciones, el pueblo no hubiera resistido las verbenas. Cuántos años han pasado y nos seguimos reconociendo, y eso reconforta. El tiempo ha sido comprensivo con los hijos e hijas que volvemos a una raíz latente, otros siempre estuvieron. Volver. A veces hay que dar muchos rodeos para llegar. 

El bar de pueblo es esa tiendita de barrio que tiene de todo y que te salva de un olvido. El bar de pueblo es Matilde y todas las personas que, como ella, abren la puerta del único salvoconducto rural. El bar de pueblo es más que un álbum de fotos nostálgicas. Es dignidad. El bar de pueblo es en muchas ocasiones el molino que remueve el aire de un territorio despoblado y moribundo. Si el bar de pueblo muere... ¡Ay!, no quiero pensarlo.


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