Enfermeras

La rutina nos ciega. El día a día nos atropella y normalizamos las cargas y hasta lo que nos pasa porque creemos que las cosas son así, incluso llegamos a pensar que nos lo merecemos. Qué sé yo. Me gusta observar, detenerme en los detalles, me empeño en ver lo invisible. Hacerme la muerta no va conmigo, aunque el precio sea contener el nudo y sujetarlo fuerte para que las lágrimas no lo deshagan. "En público no", me repito.

Hace unos días entramos en la sala de extracciones de un hospital público de Madrid, donde muchos pacientes esperaban a ser atendidos. Las enfermeras organizaban los turnos y con paciencia explicaban el mecanismo de una máquina que expedía los tickets. No es fácil enterarse cuando hay nervios, demasiados años o cuando el cuerpo y la mente dicen no. Porque la enfermedad lo emborrona todo y ya no ves, y llega el bloqueo, y te tienen que ayudar a pulsar el botón adecuado. Veía entrar a mucha gente y salir a poca. Y me daban ganas de llorar. Y con las mascarillas. Qué difícil todo.

Una auxiliar recordaba que la puerta debía quedar despejada, mientras la cola crecía en la calle. Otras enfermeras salían a buscar a pacientes. Llegaban personas con dificultades de movilidad, en sillas de ruedas, personas con visión reducida o ciegas. Veía reflejada en aquella sala la sociedad, lo que somos, toda la vulnerabilidad arrastrándose hasta la ventanilla con número. Veía a una sanidad pública colapsada y herida, resiliente. Y veía mujeres. Mujeres intentando desenredar un ovillo de gente que no sabía (o no podía) dónde colocarse.

Me costaba contener las lágrimas porque me acordaba de cómo las enfermeras cuidaron de mi padre hasta sus últimos días o de cómo nos acompañaron y calmaron durante el tratamiento de mi pareja. Y me costaba contener las lágrimas, no por melancolía, ni por romanticismo, no, sino porque me acordaba de los discursos que denuestan y vilipendian la sanidad pública, discursos políticos que justifican mermar su presupuesto para contaminar a la ciudadanía con una idea perversa basada en “que lo público no funciona”. Falacias para implantar una ideología neoliberal avasalladora de los derechos humanos.

Han sido muchas horas de hospital, de cafés de madrugada en la máquina, de sillones de skay, de consultas fáciles y difíciles, de pruebas. Han sido muchas horas de sanidad pública, confiando, porque estamos en sus manos. Nuestra vida está en sus manos. Es cuestión de supervivencia.

Será que soy de lágrima fácil, que también. Será que la gente de nuestra clase social se aferra al estado de bienestar porque sabe que la dignidad empieza por ahí. Por eso es revolucionario, porque la justicia social lo es. Y la lucha no se comprende sin estas mujeres. Las mujeres que desde el barro ven tambalearse los cimientos de unos derechos que nos comprometen como sociedad.

Y algunos discursos nos venden que no es útil invertir en sanidad pública, es decir, en derechos. Será mejor pagarlo, claro. ¿Para quién? ¿Para las élites? ¿Para un puñado de personas privilegiadas? Pues no. Los derechos no son negociables, ni la sanidad un centro comercial ¿Cuánto cuesta un trasplante? ¿Y una operación a corazón abierto? ¿Y un mes en la UCI? ¿Y un tratamiento contra el cáncer? ¿Y un PET TAC? No, no podríamos pagarlo. Sin sanidad pública nuestra vida estaría expuesta al azar. También podemos encomendarnos a los dioses, qué sé yo, ha habido políticos que lo han sugerido.

Y digo enfermeras porque representan el 85 % del colectivo donde el sesgo de género está muy presente. En ese sesgo va implícito el cuidado como obligación por el hecho de ser mujeres, y se romantiza, y es injusto. Es imprescindible el reportaje de Maldita.es bajo el título: "Enfermería es una profesión feminizada y cada vez más: el 84,2% de los profesionales son mujeres, un porcentaje que lleva aumentando desde 1978". En el texto hay declaraciones de María José García, portavoz del Sindicato de Enfermería SATSE, donde reconoce que "la feminización de esta profesión está relacionada con la invisibilidad del valor que tiene. Como los cuidados se entienden como algo natural, se les resta importancia y a eso se suman muchos estereotipos".

Tengo muy presente las manifestaciones a favor de la sanidad pública. La Marea Blanca siempre estuvo ahí, agitándose, año tras año. Un sábado, el 23 de febrero de 2013, me marché con una amiga en el autobús de línea para juntarnos con mi tía en Madrid. Fueron años de rodear el Congreso, de viajes en bus hasta la capital, de gritos, de sentadas. Y de aquellos barros, estos lodos. Hoy pienso en ellas, en las mujeres que me arroparon, en las que avanzaban con la pancarta, en la feminización de la sanidad (en la necesidad de reflexionar sobre ello) y en cómo el feminismo atraviesa las mareas. 

(*) Ilustración de El Hulahoop.

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