Era una broma


Todo es una broma. Cuando nos llaman puta, cuando nos piropean, cuando nos chillan y hasta cuando nos matan. Es una broma porque se ha normalizado tanto la violencia machista que cuando nos matan los pilares que nos sostienen como sociedad no sienten ni un sutil hormigueo. 

Un asesinato machista pasa tan desapercibido. ¿Está la violencia de género en la agenda política y social como un problema grave que nos atraviesa? No. Una mujer asesinada más, un número más, otra víctima mortal a engrosar la lista desde que hay estadísticas (año 2003) y una dosis más de anestesia, porque, total, solo importa lo justo. Total, una broma. 

Si la violencia de género importara de verdad el parlamento la condenaría en bloque, no cuestionaría a las víctimas, y los medios abrirían los informativos y las portadas con el asesinato machista. Si fuera en serio no se legitimaría el discurso que niega la violencia de género, la educación sexual no tendría oposición en las escuelas y las redes sociales no permitirían que ciertos personajes hicieran apología de la violencia de género. 

El problema es que a las mujeres no nos toman en serio. El problema es que tenemos que escuchar en comidas familiares chistes o comentarios machistas que cuando los reprobamos nos contestan que "cómo nos ponemos si solo son bromas". Una broma, las mujeres vivimos de broma. Nuestra vida se debate entre la broma y la indiferencia. 

Los chavales que gritaban el otro día proclamas misóginas desde las ventanas de un colegio mayor en Madrid, jaleando y advirtiéndonos de que son una manada, han tildado de broma los hechos, sin medir la gravedad de sus cánticos misóginos, llenos de violencia y sin considerarlos ni siquiera un posible delito de odio, ¿por qué? Porque la cultura de la violación está tan arraigada socialmente que mensajes como los que profirieron estos chicos: “Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas... Sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea, ¡vamos, Ahuja!”, a grito pelado, deshumanizando a las mujeres y convirtiéndonos directamente en agujeros, siguen siendo para muchas personas una broma, una chiquillada, un chiste o una tradición un poco traviesa (y que se lleva haciendo toda la vida, y que el entorno y la dirección del centro han tolerado). 

Lo llaman tradición. Es que si no es broma es tradición. A las mujeres nos instrumentalizan a través de las bromas o la tradición: o se ríen de nosotras, o justifican el comportamiento machista con el delirio de los sabios. Los ritos. Cuidado con los ritos, que grabados en la nuca del tiempo justifican hechos terribles. Casi siempre apuntando a la vida de las mujeres. 

Los ritos. En nombre del rito nos plantan un velo, nos mutilan, nos encierran o nos queman. Las hermanas de otros países viven el terror a diario por el hecho de ser mujeres. Los ritos normalizan la violencia machista, mientras el mundo se pone de perfil. La tradición, dicen, como si la tradición fuera el chamán de la fratría. Este corporativismo machuno ha tejido una red durante siglos para que las mujeres no cuestionemos esos valores patriarcales, para hacernos creer que todo es una broma, una película dirigida por señores, donde nosotras somos el atrezo, sin ser conscientes de la conspiración. Esto nos lleva a reflexionar sobre la frase de Simone de Beauvoir: «El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos». De ahí que algunas chicas del colegio mayor de enfrente al que iban dirigidas las agresiones verbales no lo hayan percibido como tal, sino como una broma o parte de un rito. El rito.

Han salido a defenderles, a justificar su comportamiento. Han dado la cara, agarradas a ese rito, cayendo en la trampa, porque total, era una broma. Y se lo creen, y se ponen de escudo, y revelan su identidad, y contestan a los medios. ¿Y la cara de ellos? Los de las bromas. ¿Quién está en la madriguera? Como cuando el maltratador después de una paliza lleva rosas pidiendo perdón. Una broma.

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