Desde que tengo uso de razón


Desde que tengo uso de razón. He utilizado esta expresión para casi todo lo bueno. Escribo desde que tengo uso de razón. Con 8 años tenía una libreta de cuadrículas, no muy grande, con la que iba y venía. Un día la llevé al pueblo. En ella conté cómo se quemaba una caja en la chimenea de la casa de mis abuelos con todo lujo de detalles. Creo que fue el germen de mi colección de libretas pequeñas. Con 8 años aprendí a escribir a máquina. Fue un regalo maravilloso. La Olivetti que todavía conservo. Me encantaba el traqueteo de las letras, sentir el poder de mis dedos controlando las teclas, arriesgando, tratando de no equivocarme. 

Desde que tengo uso de razón veía historias donde no había nada, pero yo las veía. Y a veces las escribía. En la adolescencia me compraba diarios. Con una llave diminuta los abría todos. Algunos olían a ambientador y casi todos tenían unas portadas edulcoradas que después de los años odiaría. Antes solo me fijaba en las hojas vacías. El soporte era lo de menos. Cuántas reflexiones que pretendían ser honestas se ocultaban en mensajes encriptados. En realidad nunca me gustaron las confesiones. Ahora me ruboriza leerlos.

Las amistades desde que tengo uso de razón son las más cómplices. Conozco a tal o cual desde que tengo uso de razón. No me acuerdo del momento, pero las fotos nos ayudan a completar los olvidos. La memoria es finita. Ahí estábamos, sentados en el bordillo de los jardines, comiendo gusanitos de maíz. Y luego está la amiga que es hermana. Qué rabia no acordarme de ese primer encuentro. Me gusta decir que la conozco desde siempre, desde que tengo uso de razón, con su pelito fuerte y moreno. Puedo contar con los dedos de una mano las personas que, sin ser familia, conozco desde que tengo uso de razón. 

Desde siempre quise ser periodista. Lo relacionaba con la escritura y la imaginación, y con la oportunidad de contar cosas. Con 11 años nos dijeron en la escuela que escribiéramos una redacción explicando las razones por las que nos gustaba más la playa o la montaña. Me decanté por la montaña porque me había criado en sus faldas, además jamás había estado en la playa. Nadie eligió la montaña. Quise desaparecer. Se hizo el silencio y todos los ojos se clavaron en mí. Fuimos de excursión de fin de curso a Santander. Mi cámara de fotos perseguía las olas, bailaban tan sincronizadas. ¿Cuándo volvería a ver el mar? No podía perder el tiempo. Tenía que concentrar en un solo día todo el Cantábrico. Me parecía fascinante cómo el agua conquistaba la arena y luego volvía al horizonte. Qué hipnótico. Todavía conservo las fotos cuadradas con ese efecto lavado. Ese fue mi primer recuerdo de la playa.

Después de los años sigo prefiriendo la montaña. Será porque me crio, será porque me parece indómita. Es tan magnética que no puedo apartar la vista de su perfil. La montaña está en mí desde que tengo uso de razón.

Mi madre comenzó a escribir un diario enlazando duelos. Le ayudaba a seguir. A lo mejor mi pasión por las letras viene de razones latentes que empujaron a mi madre a la escritura. Escribe para ella y no siempre. Es tan libre que no siente el corpiño ortográfico. Un día me dijo que escribía porque necesitaba contarles cosas a los muertos. Me reconfortó saber que mi madre había encontrado un cuarto propio, que su cuerpo y su mente lo habían logrado, y que, sin querer, pensaba sin pensar en Virginia Woolf. Desde que tengo uso de razón he anhelado ese cuarto propio


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