Las buenas personas


Me dijo un profesor de radio en la universidad que lo más importante para trabajar era ser “buena persona”, que las habilidades laborales se adquirían, pero que ser buena persona... Yo también prefiero a las buenas personas, quizás porque la vida es más fácil con ellas, menos crispada, más amable, más tranquila, más solidaria, más empática, más de todo lo bueno. La vida se pintaba de todo aquello que nos enseñaban en la infancia. No hace mucho, en un programa de radio, Carles Francino charlaba con su hijo y reflexionaba sobre ello, sobre cómo el mundo estaba dividido en gente buena, menos buena y en lo peor, y dejaba un mensaje que había transmitido a su hijo como regla fundamental para funcionar en la vida, "ser buena persona".  

Él mismo reconocía la ambigüedad del concepto, pero creo que es un término que se entiende al vuelo. Son tiempos convulsos, escucho una y otra vez. Las mentiras se han apoderado del discurso. El conocimiento se ha visto empañado por eslóganes vacíos de contenido, frases fáciles y confusas que se parecen más a un anuncio pegadizo de un refresco que a una reflexión seria sobre cómo afrontar los retos futuros como sociedad. Hemos entrenado al cerebro para memorizar una sintonía superficial y delirante, y se nos ha olvidado pensar. La ignorancia ya no es atrevida, es peligrosa. Parece que estemos viviendo en el mundo al revés. Los datos se han convertido en un acto de fe y los deseos se empeñan en cumplirse a cualquier precio, sacrificando, incluso, los derechos humanos. El cinismo cabalga por las conciencias de muchas personas, tachando de buenismo algunas de las acepciones que definen "ser buena persona". 

Cuando el odio se apodera del verbo y la palabra se pudre el hedor se hace insoportable, como la tristeza al escuchar que “hay que dejarles morir en el mar”. Se está normalizando pensar desde el odio, banalizar los derechos humanos, quitarlos importancia, como si no fuera con nosotros. Por primera vez siento miedo, un miedo real, miedo a perder la memoria, en realidad a perderlo todo. Miedo a perder las enseñanzas que nos definen como personas. Miedo a perder nuestra esencia. Miedo a deshumanizarnos. Miedo a acostumbrarnos al odio. Miedo al miedo. 

Pienso en las criaturas que serán personas adultas en una sociedad futura, y pienso en el odio, y en el concepto ambiguo de "ser buena persona". Cada día escuchamos ideas que atentan contra los derechos humanos. A lo mejor un día dejan de incomodar y las faltas de respeto, de empatía, de solidaridad, de tolerancia se transfieren a las generaciones futuras como si fueran líneas maestras para la vida. Y otra vez se me eriza la piel y tengo miedo. Miedo a vivir en el fango, pero también nostalgia de tiempos mejores, donde los derechos humanos no se debatían y donde las mentiras no eran el abono del odio. 

En realidad, puede que este texto en defensa de las personas buenas sea también una carta dirigida a la juventud como respuesta a los estudios que la conectan con la narrativa de la extrema derecha. Para hacer frente a esta ola de odio es importante no dejarse llevar por discursos vacíos de conocimiento, por bulos, por mensajes fugaces que desde la osadía se creen que pueden interpretar el mundo. El mundo solo se entiende a través del conocimiento y de su memoria. Y sí, las buenas personas se agarran a ese conocimiento, a la humanidad para diseñar un futuro más noble. Esta reflexión preelectoral es un clavo ardiendo y para algunos sectores un discurso hasta pasado de moda, como la defensa de los derechos humanos, vaya paradoja. 

Decía María Lejárraga en una de sus cartas (de obligada lectura) que "mejorar el rincón de mundo en que vivimos... Si todos mejoramos el nuestro, ¡qué grande llegará a ser nuestra Patria!". Las buenas personas se fijan en referentes constructivos, a pesar de la resistencia de aquellos que censuran la cultura, porque son conscientes de que el adoctrinamiento transforma a las personas en seres sumisos y manipulables. No les deis el gusto, practicad la libertad. 

(*) Ilustración de El Hulahoop.

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