Mi abuela dormía durante el día y por la noche se pegaba la radio a la oreja para encontrar su paz. Desde mi cama oía el murmullo lejano que alimentaba nuestro insomnio. En la cama de Madrid, de 1.35, o en la del pueblo, de 80, la radio no entendía de estancias, ni de alcobas, ni de ruidos, siempre estaba a punto para acompañar a mi abuela, quizás para calmarla o para ahuyentar a la muerte, porque dormir a veces significaba rendirse y eso era mejor que de ocurrir, ocurriera de día.
Desde niña he visto la radio en la cocina como un elemento más de lo cotidiano. Ha tenido diferentes formas y tamaños, han cambiado las voces, pero heredamos su frecuencia. Siempre hemos encendido la radio nada más despertarnos. Eso lo aprendí de mi madre, pero también de mi abuela, pegada a su radio pequeña, mientras el mundo dormía.
Hubo un tiempo en que mi hermana viajaba mucho en AVE y acumulaba auriculares, de esos que regalan y que duran un asalto. "Por favor, hija, guárdame alguno para la radio", decía mi abuela. No sé si los quería para no alterar el sueño de mi abuelo, porque pensaba que el volumen alto, debido a su sordera, podía molestarle, o si era para protegerse de sus ronquidos que le impedían seguir el hilo informativo, algo que detestaba.
Llegamos a creer que coleccionaba auriculares, algo que también ocurría con las pilas, que volaban, como los caramelitos de crema de café que escondía en el bolso de la bata. "Como se queda dormida con la radio encendida, por eso gasta tantas pilas", eso decía mi madre. Me despertaba mucha ternura el esfuerzo que ponía mi abuela en proteger su transistor: la búsqueda de auriculares, la provisión de pilas. Era como si se estuviera preparando para un confinamiento y la radio fuera su producto de primera necesidad.
En mi casa teníamos un transistor muy viejo que sintonizaba las emisoras con mucha dificultad. A mí me gustaba mucho porque tenía una funda con correa y era muy manejable. Me lo colocaba como si fuera un bolso y jugaba a despedirme de mi madre, diciendo que me iba con papá a trabajar a la fábrica. Y atravesaba el pasillo del piso viejo con esa radio enganchada al hombro. Apenas lo recuerdo. Mi madre me lo menciona alguna vez con el propósito de apuntalar esa imagen que nos ata tanto a nuestro padre. Quizás por eso la radio me reconforta.
Ahora veo a mi madre paseando por la casa con la radio como si fuera una prolongación de su cuerpo. Mi madre y mi abuela se superponen en ese momento y se hacen indistinguibles. La soledad de mi madre es menos creíble por cómo habla de las personas que la acompañan solo de oído. "Me despierto con la radio y me duermo con la radio", le confesó emocionadísima un día a Aimar Bretos después de la emisión de Hora 25 en nuestra ciudad. La cercanía y el abrazo que cada noche siente mi madre por Aimar a través de las ondas se humanizó aquella noche. Qué sueño cumplido. También el mío.
Mi madre dice que con la radio aprende. Todo el conocimiento que le fue negado se tomó la revancha y ahora escucha de golpe opiniones, informaciones, historias y experiencias de vida que de otra manera hubiera sido imposible conocer. La radio abrió una ventana al mundo a las mujeres de su generación y ventiló pensamientos latentes. Abandonó su condición de aparato para convertirse en confidente. Y todo esto tiene un punto rebelde que descubro cuando charlo con mi madre sobre temas de actualidad que abordan en las tertulias de radio, y todo esto me parece revolucionario. Quizás la conquista de la libertad empezó por la radio.
Maravilloso, Ana. Me encanta. Y ¿qué pasará con nuestros hijos? Me inquieta saber en qué formato se moverán para escuchar ‘su’ radio.
ResponderEliminarOjalá, a pesar de los cambios, sea un formato tan vivo como hasta ahora.
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