Esto no es un cuento de Navidad


Claudia mira el décimo de lotería de Navidad cada mañana. Lo tiene bien a la vista para repasarle con devoción. La fe mueve montañas, susurra cada vez que fija la mirada en aquel número. Si tocara, el barrio entero bajaría al bar en romería para celebrarlo y Claudia creería en dios, y a lo mejor dejaba de poner cervezas. Pero creer en dios no es suficiente cuando el azar es el que está por encima de todas las cosas.

El azar determina el valor de la vida. La vida se calibra en función de dónde naces y a qué familia perteneces. Puede que el azar sea en el fondo el juego más cruel, el más inesperado, hasta el más injusto. Existe la frase “nacer con estrella” para referirse a las personas con buena suerte. Hay quien no cree en la suerte, pero el azar es otra cosa.

Claudia, como tantas personas, piensa en este mundo, atropellado por el gasto y las prisas, como una aspiración que siempre cierra en falso. Y se aferra a ese décimo como si fuera el único clavo ardiendo. Qué necesidad más tonta o, en realidad, qué deseo más pequeño, cuando en otras partes del mundo el azar provoca que las vidas de otras personas se velen con la luz de todas las estrellas fugaces. 

El otro día escuchaba en la radio a Ricardo Martínez, cooperante de Médicos sin Fronteras recién llegado del infierno de Gaza, describiendo con firmeza y a veces con silencios un genocidio, y pensaba en cómo parar todas esas verdades que caían en punta de su boca para extirparnos la indiferencia. El azar hace que las personas vivamos en casillas de buena, mala y regular suerte. Las oportunidades, incluso salvar la vida quedan a merced de un azar que no admite preguntas.

Cuando el azar reparte mal dadas se ceba con las mujeres, niños y niñas, y sus vidas se instrumentalizan para no valer nada. Los informes de UNICEF, la OMS y Naciones Unidades, entre otros, son demoledores. Es entonces cuando la deshumanización hace un pacto con el azar y la anestesia penetra en nuestros poros occidentales para que el espejismo de la felicidad siga brillando, para que no nos afecte "la mala suerte" de las otras. Y así justificamos un individualismo atroz al que, al parecer, nos aboca el azar. Así son más fáciles de soportar ciertas cosas, ciertas noticias, ciertas acciones que nos apartan de la humanidad. La culpa es del azar. Y ya. 

Quizás el azar sea la consecuencia de un plan perfecto para salvar nuestra carta de Navidad. Así no desviamos la atención en cosas vitales que ocurren en la otra punta del mundo y que pueden revolvernos, interpelarnos como humanidad. Así la atención no se clava en un exterminio, ni en las decisiones testosterónicas y capitalistas de mandatarios despiadados, sencillamente porque la culpa es del azar, no os despistéis. 

Al final, en esta parte del mundo nos vemos observando, casi hipnotizados (o idiotizados), un décimo de lotería, como hace Claudia cada mañana, encomendándonos al azar y con la esperanza de que no nos cambien el cuento de Navidad. 

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