Cuando fui consciente de lo que significaba la tierra empezó a rondarme por la cabeza la idea de conservar la casa de mi bisabuela Isabel Palomar Mazagatos (Torraña). Sus raíces de más de cien años no iban a ser capaces de frenar las cicatrices del paso del tiempo. Me obsesioné con ese momento, con la decadencia, la ruina, los escombros. Visualizaba una raíz huérfana y temblorosa, indefensa, fíjate, después de tantos años sujetando los muros de piedra. Temía ser testigo no muy lejano de su derrumbe. Hacía tiempo que no subía a la segunda planta de la casa labriega más grande del pueblo, tan castigada por los años, tan difícil de mantenerse erguida, y no sabía si los recuerdos iban a ser fieles con lo que me iba a encontrar.
En realidad el impulso que me llevó a documentar la casa de mi bisabuela Isabel fue el inicio de algo más importante: desenterrar la raíz. La bisabuela Isabel siempre despertó en mí un halo de misterio, un deseo latente de conocer su historia. La curiosidad me arrastró hasta documentos y vestigios que mis antepasados guardaban con recelo y que jamás trascendieron.
Sin embargo, lo que en principio iba a ser documentar la casa familiar por miedo a su desaparición se convirtió en un homenaje a mi bisabuela Isabel. De ella no tenemos fotos, solo vagos recuerdos de otras personas que la conocieron, su certificado de nacimiento, el acta de defunción y algunas prendas de ropa. Unos tejidos de más de doscientos años que huelen a viejo, pero que recrean escenas de vida de mi bisabuela, como su casamiento. Mi imaginación se envuelve en su ropa y la inventa. Confecciona un perfil con retales de un pasado cada vez más lejano.
No tenía previsto que el misterio inherente a esta casa fuera a remover mis propios cimientos. La tarde que subimos a esa segunda planta, con el suelo hundido, las telas de araña colgando del techo y las paredes desconchadas quise saber más. Quizás el punto de inflexión fue cuando abrimos una minúscula ventana y un rayo de luz cayó fulminante sobre la pared blanca, descubriendo su alcoba. En ese momento me empeñé en conocerla.
Así que busqué a las mujeres más longevas del pueblo para que me contaran todo sobre ella. Quizás los recuerdos que me relataron solo fueran visiones, reminiscencias que quedaron en su subconsciente y que ahora las estoy transformando en una obsesión. Solo eran unas niñas cuando la conocieron, pero sus testimonios más o menos ajustados a la realidad me acercaron un poco más a ella. Vieron a una mujer con carácter, tirando en solitario de una casa de labranza, con hombres a su cargo, tomando decisiones, viuda y con sus dos únicos hijos en la guerra. La Torraña hizo su revolución.
Las mujeres me hablaron de mi bisabuela para contarme sus propias vidas, y las de sus madres y abuelas. Fueron rehenes de ese tiempo, esclavas de un sistema cruel que las convirtió en las grandes olvidadas de la historia. Me narraron lo que las casas y el campo callaban. Invocar a mi bisabuela a través de su casa me sirvió de altavoz para que otras mujeres se reconocieran en un mismo relato, atravesado por la pobreza, el dolor, el silencio, la pérdida y el miedo. Las mujeres se resguardaban en lo cotidiano y transformaban la rutina en supervivencia.
La Torraña habitó en una casa con una personalidad que traspasó siglos, que sirvió de acicate social a través del teatro y de las conversaciones, siendo la válvula de escape de todo lo demás. La casa fue tejiendo una comunidad hermosa en torno al horno, a la taberna, al hospedaje, constituyéndose en hogar. "Todas las grandes casas tienen siempre un fantasma", dice la actriz María de Medeiros en la película Una quinta portuguesa, de Avelina Prat. Me gusta pensar que todavía la habita.
Este viaje emocional me está demostrando la fortaleza de esta casa, a pesar de su fragilidad. De vez en cuando voy recuperando anécdotas y recuerdos en torno a ella que anoto o fotografío para documentar la memoria familiar. También hay otras señales de vida que me ayudan a conectar con mi bisabuela. Cuando todavía estaba en la fase inicial del proyecto, cayó en mis manos Carcoma, el maravillo libro de Layla Martínez, para recordarme "que todas las casas guardan la historia de quienes las han habitado".
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