Cosas que nunca te dije

Cada vez que un abuelo o abuela nos deja, una parte de nuestra infancia nos abandona, cuando ya no nos quedan abuelos, ni abuelas, eres consciente de que la infancia no volverá nunca, el duelo ya no solo es con él o ella, sino con la infancia. Y dejar marchar a la infancia es muy duro.

Hoy se ha roto el último hilo que conectaba con esa vida de ensueño, hoy, mi último abuelo se ha llevado mi infancia, sé que la cuidará muy bien porque hemos sido cómplices de sus mejores momentos. Todavía resuena en ella su carcajada.

En las últimas horas entran y salen de mi cabeza fotos como si el diafragma de la cámara se hubiera vuelto loco, pero no te las puedo explicar, cuánto me duele. Eso sí, estate tranquilo, porque la montaña que se ve desde la puerta de casa es la que más aparece.

Qué difícil es despedirse sin verse, sin tocarse, sin besarse, sin abrazarse, sin hablarse. Por eso te escribo, para contarte y que me cuentes, para que escuches mi palabra, para aprender a acompañarnos de otra manera, ahora que ya eres libre. Siempre me había despedido de mis muertos de frente, con el duelo entretejido. ¿Cómo me despido de ti? ¿Cómo se hace un duelo del duelo? ¿Cómo se hace un duelo de la infancia en estas condiciones? Esto es un despropósito deshumanizante, una distopía tan real que sangra, pero aquí estamos, hablándole a un teclado.

Fíjate que hasta he llegado a pensar que eras inmortal, como la infancia, vaya chasco. Como nos decías que ibas a llegar hasta los 100 años, como Matusalén, pues me lo creí. Y pasaban los días y le ibas desafiando a la muerte, te encarabas valiente, con la picardía de importante un bledo su mala sombra. “¡Aquí estoy!”, le decías, porque sabías que en el pueblo te esperaban tus amores queridos y vuestros vecinos que ya están en el más allá y que un día compartieron calle en el más acá para echar una brisca. 

Tu risa. A cualquiera que le preguntes, siempre será tu risa, te recordarán por tu risa, eso seguro, la contraseña de la felicidad, de la vida plena y tranquila, la contraseña de la buena gente, la que no tiene dobleces, ni rencores, ni malos quereres, la contraseña de la resiliencia, del agradecimiento porque sí, porque es de bien nacidos. La risa que se conoce a la entrada del pueblo es la tuya.

Te has ido a marchar en el día internacional del beso. No es una casualidad. Cuando nos despedíamos por teléfono de ti con un beso, tú siempre nos contestabas que un único beso era muy poco, que por lo menos 4.000. Y otra vez volvía la risa. El día que celebramos vuestras bodas de oro os regalé una tarjeta con el poema “Se querían”, de Vicente Aleixandre, que leí durante la comida familiar. Era un pasado imperfecto que convertí en presente, hasta que en agosto de 2016 volvió a su estado original.

Siempre nos soltabas frases hechas, refranes, anécdotas, pasajes de tu vida, fragmentos de obras de teatro y poesías, que repetías y repetías, y nosotras te dejábamos volver una y otra vez a esa gramola tuya, tan particular. Un día leí esta frase de Concepción Arenal en un epitafio y me la guardé: “El mejor homenaje que puede tributarse a las personas buenas es imitarlas”. Y ya está en mi gramola, que lo sepas.

Me quedo con el mensaje lleno de amor que nos regalaste no hace mucho a través de videoconferencia, el prefacio de la despedida definitiva, con la misma sonrisa y los mismos besos lanzados al aire, unos 4.000 llegaron, vamos que llegaron, te lo prometo.

Qué mal se nos dan las despedidas, la última vez que nos vimos en persona fue en navidad, acababas de cumplir 98 y estuvimos charlando de lo de siempre y de los globos que te habían regalado y que ya se habían desinflado, y de repente dijiste: “Ojalá nos veamos todos en el cielo”. Ojalá, te contesté, ojalá.

Enlaces de interés:

→ No sabemos cómo han sido los últimos días de nuestro abuelo, pero esperamos que su muerte no sea en vano

 



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