Hombres al fondo de la mesa


Todavía resuena en mi cabeza la voz de mi madre diciendo: "los hombres al fondo, que no tienen que salir". En la mesa del pueblo, en la mesa de una familia o de la otra, los hombres siempre se ponían al fondo de la mesa, juntos, compartiendo vino y conversaciones, porque desde el momento en que se sentaban ya se atornillaban a la silla hasta el final de la comida, para ellos era el café, el chupito y la sobremesa. Después seguían charlando todo el tiempo que hiciera falta, sin prisa, porque tampoco recogían la mesa, ni siquiera se les pasaba por la imaginación. Cuando se levantaban iban directos a la siesta o a echar la partida.

Primero se servía al hombre más anciano y por último, la servidora, que se conformaba con la ración más fea (los restos). Los hombres se encargaban del vino, de si había que recoger el asado o de lidiar con la barbacoa. El palo "ordenador" era de ellos, y las brasas, y la carne, y la sal. 

Las mujeres se colocaban en la esquina, lo más cerca posible de la cocina, para poder traer y llevar cosas, para servir la comida, reponer el pan, recoger lo derramado, llenar lo vacío, atender las peticiones y deseos de los comensales, en una palabra: complacer. 

De niñas escuchábamos esta cantinela cientos de veces: "los hombres al fondo, que no tienen que salir". Y también escuchábamos cómo las mujeres pensaban en la comida para el día de la fiesta, cómo hacían política, cómo se ponían de acuerdo en los platos, echaban cuentas y se repartían las tareas preparando el menú. Mientras cocinaban hablaban y se contaban cosas en bajito, confidencias que se cocían en las cazuelas, a fuego lento, con la complicidad de la cocina y el beneplácito de una mesa que se ponía en sus manos. La cocina se convertía en un santuario improvisado que se desmantelaba cuando las familias regresaban a sus respectivas casas.

Aprendimos desde niñas cómo era el orden en la mesa, normalizamos que los hombres se colocaran al fondo, que nuestras madres, tías y abuelas les sirvieran primero, que los hombres jamás se levantaran para recoger o servir la mesa, que ellos se encargaran de servir el vino, porque a las mujeres les daba mucho apuro coger la botella y servirse ellas mismas, "un culín", le decían al hombre, "solo un culín", como si el vino fuera solo de ellos, que lo era.

Aprendimos desde niñas que en la mesa era mejor callar, mientras los hombres levantaban la voz y daban su opinión sobre todo tipo de temas, copando la razón. Aprendimos a pasar desapercibidas, a servir, a complacer, a obedecer. Normalizamos que los hombres siempre iban a mesa puesta. 

Las comidas familiares siguen existiendo y todavía veo en algunas mesas cómo los hombres continúan colocándose al fondo, con su vino y sus charlas en voz alta, sin moverse de la silla hasta el final de la comida. Pero también veo a niños y niñas que están normalizando estos roles de género, que los están aprendiendo, que están interiorizando que los hombres se colocan al fondo para que las mujeres se encarguen de la mesa, y por ende, de la cocina. Niños y niñas que ven a sus padres y abuelos atrincherados en sus sillas, sin levantar un plato, y a sus madres y abuelas preocupadas por la comida, por cumplir una jerarquía patriarcal, por recoger la mesa, barrer las migas, fregar y colocar el menaje en el lavavajillas. 

Los niños y las niñas nos observan y nos copian. La educación en igualdad es fundamental para erradicar estos estereotipos y fomentar la corresponsabilidad, favorecer espacios de convivencia donde todos y todas compartamos tareas y lugares indistintamente, porque no puede ser que todavía se siga asignando a los hombres el privilegio de colocarse al fondo de la mesa.


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