Mi peluquera


Necesitaba ir a la peluquería, quizás para cortarme el pelo, quizás para contarnos cómo nos había ido el verano. Mi peluquera es la amiga que ves de vez en cuando para echar un café, pero aquí las tijeras sustituyen a la complicidad de la tertulia, y el pelo va cayendo por detrás y en vez de mirarnos a los ojos nos vemos a través de un espejo, donde la conversación se refleja.

Qué diferentes somos en las ramas y qué idénticas en las raíces. Nos atraviesan experiencias vitales comunes y un amor hacia los animales que siempre es recurrente en nuestras conversaciones, y nos emocionamos, y las tijeras vuelan, y ya no sé si ha cortado de más o de menos, y ya no sé si estoy sentada en el sillón frente al espejo o corriendo con su perro. 

La peluquería es el refugio de las vecinas de mi barrio, de nuestras madres, y aunque no vivo allí habitualmente siempre acudo a la misma peluquería, es una forma de reivindicar mis raíces. Me ayuda a conectar con la mitad que no veo siempre, así evito que se aleje demasiado. Me gusta que mis cachitos se encuentren, que no vayan a su aire. Mi peluquera consigue reconstruirlos recortando mi pelo. Mi peluquera no solo atraviesa mis sombras, también suelta las suyas, y las otras mujeres hacen lo mismo, se dejan caer, como el pelo que choca contra el suelo, tan limpio y mojado.

Todas nos rompemos mientras las tijeras de nuestra peluquera vuelan por encima de nuestras cabezas, y entran y salen, como los pensamientos, como las palabras que derramamos más rápido o más lento, dependiendo de si es lavar y cortar, mechas o permanente. Nuestras historias se trenzan en un recogido, y cruzamos la puerta con la cabeza más ligera, por dentro y por fuera.

Mi peluquera y yo compartimos barrio, me lo recuerda su calle cada vez que sus vecinos y vecinas la engalanan para convertirla en una verbena. Así consiguieron que durante el confinamiento les pitaran los oídos de tanto acordarnos. Cómo atinaron a enhebrar el sufrimiento, cómo deseábamos estar ahí, en uno de esos balcones de la calle Tenerife y que desde la lejanía observábamos ilusionados, interfiriendo en la pena.

Hay mujeres que le regalan cosas, puede que sean clientas, pero detrás de cada detalle hay mujeres que han compartido confidencias, risas, preocupaciones, que se han desahogado, que han devuelto la escucha. Y en ese devenir de palabras cruzadas se ha creado un círculo de sororidad donde las tijeras han sido el mejor de los remedios, la cura perfecta. 

Un día dibujaron a mi peluquera dentro de un mural con más vecinos y vecinas en una de las paredes del barrio de Santa Catalina, sería por vivir en esa calle tan emblemática y lo que mi peluquera aportó a la comunidad durante la pandemia, pero para mí es más que eso, está subida a ese balcón lleno de colores porque cada día sujeta las tijeras con mucha fuerza, con todos los sentidos preparados para que el corte no se pierda, porque ella sabe que sin carácter nada. Está en ese balcón por resiliente y rebelada.

Comentarios

  1. Excelente entrada y buen blog, que desconocía. El otro día estuve sacando fotos a ese mural, me faltaba en la colección, pero lamentablemente había demasiados coches delante. Un barrio vivo, sin duda.

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  2. Muchísimas gracias por tus palabras. Un abrazo.

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