Madre de mi madre


"Lo duro de crecer es ver a mamá envejecer". Leí esta frase en redes sociales, un mensaje de esos que se hacen virales y que se guardan en el archivo por su fuerte carga de verdad. Después escuché a la periodista Ángeles Caballero hablar sobre ello en una entrevista de radio, presentando su libro, y enseguida supe que tenía que escribir sobre este salto al vacío. Dice mi madre que se reconoce en su madre. Me pregunto si será eso envejecer.

De Ángeles admiro su generosidad y su capacidad memorística. En el libro 'Los parques de atracciones también cierran' va tejiendo recuerdos y seleccionando con precisión quirúrgica los momentos. Pienso que sin un diario, con la disciplina que exige llevar el relato de vida al día, sería imposible encontrar tantas aristas en la historia de una familia. Me da hasta envidia, de verdad, cómo me reconfortaría retener todos y cada uno de los momentos de mi madre: sus manías, su gestos, sus costumbres. Desde hace algún tiempo me fijo en los detalles para lanzarlos como una jabalina hacia el futuro. A veces pienso en escribirlos por eso de que la memoria es frágil. Muchas mañanas, observándola en la tarea rutinaria de hacer la cama, me centro en cómo dobla las esquinas de las sábanas y mantas. Lo aprendió en el hospital, de cuando mi padre estaba ingresado.

Son esos pequeños detalles que me empeño en guardar como legado los que dan sentido a una existencia que tropieza con el paso del tiempo. Los momentos se convierten en un sumatorio complejo, a veces difícil de procesar. La soledad, el envejecimiento y la distancia física son elementos que me interpelan como hija preocupada. Me invento situaciones catastróficas para justificar la literalidad del "no puedo vivir sin ti". A lo mejor ha sido gradual, no lo sé, la verdad es que no he sido consciente, me da la sensación de que el vértigo a este intercambio de roles me ha llegado de repente. Un día me di cuenta de que mi supervisión enfermiza era idéntica a la que mi madre aplicaba conmigo en mi adolescencia. 

Confieso mi ansiedad cuando mi madre no contesta al teléfono, cuando el WhatsApp se congela y no logro comunicarme con ella. Necesito control para calmar mi drama. Para tener paz necesito tenerla localizada. Me aterra imaginar un auxilio sin respuesta. Y cuando por fin me contesta reacciono como una madre con mi propia madre. Ya nos hemos acostumbrado a sus 'te quiero' mañaneros para advertirnos de que ha pasado buena noche. Su mensaje es un segundo despertador, una frase obligada y deseada, una prueba de vida. Las rutinas pasan a transformarse en nuestro credo y se anudan fuerte para sostener nuestra dependencia. La vulnerabilidad descansa en esos nudos. 

Ángeles cuenta en su libro cómo la nevera de sus padres se convirtió en el termómetro para medir el grado de preocupación. La escena que se encontró al abrir la puerta delató un estado que apuntaba directo hacia la pena: "Encontré platos precocinados de marcas desconocidas. Un simulacro de paella que no tenía buena pinta ni siquiera en la foto. Macarrones con chorizo. Pizzas. Demasiados huecos vacíos. Solo el agua mineral y las naranjas que papá devoraba de cinco en cinco me encajaban en la escena. También la insulina, que ahora ocupaba el lugar de los huevos. Era vuestra nevera, era vuestra casa, erais vosotros. Pero no ". Lo extrapolo a nuestra vida y cambio nevera por macetas. El día que las deje de ver exultantes me entrará la pena, la misma que recorrió el cuerpo de Ángeles cuando abrió la nevera de sus padres.

Cuántos hilos pueden enhebrarse en el relato de relatos de Ángeles. Descubrirlos ha sido revisarme y repensar en la vida, en la esencia, en lo importante. Ahora me fijo en los postres de mi madre como en el privilegio que hoy me puedo permitir, de medidas variables, ajustadas a ojo, y que aunque se pueden consultar en su cuaderno de recetas dejan ese margen de improvisación que me fascina. Me fijo en sus manos, en su cómoda llena de reliquias, en un caos, que según ella, lleva orden, en sus escondites, en su ganchillo, en sus libros y en sus plantas, los únicos seres vivos que la acompañaron en pandemia

Los achaques propios de la edad fuerzan al amor a condensarse. El paso del tiempo se mezcla con las ganas de vivir intensamente, como cuando éramos adolescentes y negociábamos la libertad con nuestra madre. La rebelión de la experiencia se reivindica y contradice a las limitaciones físicas, a la enfermedad, a los cuidados, a la vida que se escapa. Es heroico adentrarse en esta selva del tiempo y aceptar que nos convertimos en madres de nuestra madre, aunque ella se resista a creerlo y nosotras a reconocerlo.

El otro día reflexionaba en voz alta con mi madre sobre cómo con los años dejamos de impresionarnos por cosas y paisajes para quedarnos con las personas y los momentos vividos con ellas, valorando más el acompañamiento de los nuestros, de las personas que nos hacen sentir bien y que nos permiten ir por la vida al aire, despojados de cualquier filtro. En eso estoy cada vez más unida a mi madre. Me produce pudor reconocer que el tiempo pasa, que entre mi madre y yo hay menos distancia, incluso puede que un día nos solapemos para convertirnos en un único cuerpo.

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