De Madrid al cielo (de hormigón)

                                   
Cuando me encontré en una cafetería con aquella joven que había vuelto a Soria después de un tiempo trabajando en Madrid entendí que la urbe se había tragado parte de sus sueños. Es difícil cumplirlos en una máquina neoliberal que desmenuza deseos. Nos construimos un imperio de nubes sobre los lomos de una metrópoli, donde las oportunidades no son de carne y hueso. Me contaba que se hacía imposible continuar en la capital porque en Madrid solo se sobrevive. Trabajar, comer, dormir: una rutina incompatible con la vida. La gran ciudad castiga a sus habitantes. 

Esta conversación me llevó a recordar mis tiempos de estudiante en Madrid. Mis días felices en una urbe inmensa que nos engullía con nuestro consentimiento. Cuando finalicé mis estudios también la abandoné. Quizás por falta de raíz. No me identifiqué con su velocidad, o quizás fue su carácter distante, la manía de hacernos insignificantes, de tratarnos como zombis de asfalto. Mientras Madrid resiste su peso, las personas que vivimos en “su periferia”, la España rural, intentamos zafarnos de ese magnetismo letal hacia su corazón arrítmico. 

En Madrid conozco a mujeres que con gran dificultad mantienen el mentón elevado, no por orgullo, sino para intentar no ahogarse, mientras el lastre de obligaciones tira con fuerza hacia abajo, directito al fondo de las renuncias. El esfuerzo es titánico, tanto como la resignación. ¿Cómo mantenerse a flote con toda una estructura obsesionada con las prisas, la competición y la productividad? Un sistema que altera el tiempo para que los días y las noches se toquen, hallando en la inconsciencia del ser humano su alimento. Madrid nos aturde. Las luces de neón, la cantinela de las oportunidades, el escaparate embaucador: toda esa burbuja explota cuando la vida para tantas mujeres consiste en deshacer nudos y soportar cargas.  

También pienso en otras mujeres, en las que no conozco personalmente, pero existen, en mujeres con el día a día como meta, tan corta como la esperanza de encontrar un futuro mejor. Este pensamiento me lleva una vez más a la película 'En los márgenes', donde se presenta un escenario terrible, de mujeres con la lucha como única salida, agarradas a la cornisa de los derechos humanos. Los cuidados, siempre en el centro, penden de un hilo que ellas mismas sostienen con dignidad. Las mujeres de la película se aferran a las razones humanas para enfrentarse a las reglas de un sistema feroz que expulsa a las personas vulnerables porque no son "rentables". 

No hace mucho cayó en mis manos un número de la revista 'Crítica Urbana', bajo el título 'Mujeres y Ciudad: El espacio, las formas y las representaciones urbanas desde la perspectiva de ser mujer'. En uno de sus artículos se hablaba precisamente de la "ciudad cuidadora", aquella "que brinda a cada persona, sea cual sea su edad, clase social o especificidad funcional, la posibilidad de ser autónoma, de afirmarse y realizarse como individuo de pleno derecho, sin que haya ninguna actividad comercial de por medio que interfiera en esa tarea". 

Pienso en Madrid, en su deshumanización, en cómo se esfuerza en abrir una brecha, que hasta supura, entre el Estado de Bienestar y el neoliberalismo. La urbe, desde su cinismo y papel intimidatorio, coloca en el abismo a las personas, y allí, en esa tierra defenestrada por el mercado se desangra la comunidad. La solidaridad, el cuidado, lo público y la justicia social, en definitiva, "el derecho a la ciudad", como lo denomina la profesora de sociología urbana Marta Domínguez, constituyen la resistencia. Domínguez se pregunta "cómo potenciar la calidad de vida en la ciudad desde una perspectiva de género partiendo de la desigualdad por razón de sexo". Para reducir las desigualdades  propone actuar en diferentes áreas urbanas que tienen que ver con el transporte, la vivienda, la salud, la educación y el espacio público. Es imprescindible su artículo "Repensar la ciudad desde la vulnerabilidad y la perspectiva de género"

La redistribución de las responsabilidades relacionadas con los cuidados, como explica la investigadora Serafina Amoroso, "prioriza el mantenimiento de las personas frente a las exigencias de los mercados". Las mujeres  nos convertimos en rehenes de un sistema patriarcal que invisibiliza los cuidados, tareas feminizadas, precarizadas y olvidadas, que se hunden en el ámbito privado. Los cuidados son el ancla que lastra nuestra presencia en la esfera pública. Es interesante el apunte de Amoroso en cuanto a la dicotomía entre lo productivo y lo reproductivo: "Prácticas como las de zonificación, la gentrificación y la turistificación de los centros históricos han favorecido el desarrollo de ciertas actividades (las productivas) en detrimento de otras (las reproductivas)", fomentando "la división sexual del trabajo" y la segregación por sexos. Todo ello conforma un constructo social difícil de desmontar. 

Madrid podría ser cualquier ciudad con idéntico esqueleto, las mismas tripas y el corazón ennegrecido por una decadencia ética irreversible. Las mujeres que la habitan miran a un cielo de hormigón bañado en oro, un destino imposible que solo genera frustración y miedo. La socióloga Blanca Valdivia termina su artículo "La penalización del cuidado en la ciudad capitalista y patriarcal" con la siguiente afirmación: "Porque es imprescindible cambiar la ciudad para transformarlo todo". Hay ciudades con demasiado hormigón en su raíz. ¿Seremos capaces de entender la ciudad como un organismo vivo, conectado e inclusivo? ¿Seremos capaces de arrancar el hormigón de su raíz? 

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