Las mujeres de nuestra generación fuimos las primeras universitarias de la familia. Nuestros padres trabajaban en las fábricas y nuestras madres en las casas. Con todo el sacrificio del mundo, y gracias a la educación pública, nos dijeron que iba a ser nuestra herencia y eso conllevaba una gran responsabilidad. Un suspenso significada una derrota para nosotras, para nuestros progenitores y para la economía familiar. Por eso nos duele tanto la universidad pública, porque es un símbolo, un derecho conquistado, porque en sus aulas está nuestra dignidad de clase trabajadora, la herencia de nuestras familias convertida en conocimiento.
Cuando finalicé los estudios universitarios mi padre me dijo que enmarcara los títulos. Lo hice. Después lo tuve que deshacer porque tenía que presentarlos a convocatorias de empleo y no era plan de llevar un marco acristalado debajo del brazo. También me dijo cuando era pequeña que me veía de secretaria de pueblos. Yo creo que lo que él veía es la dignidad que daba un despacho, algo simbólico que arrastraba muchas noches durmiendo al raso, la idea de redimir su destino en mi futuro. Mi vida sería muy distinta a la suya. Lo quería así, lo lucharon para que fuera así. Murió sin verme en el despacho que había soñado para mí. Ojalá alguien se lo haya contado.
Mi madre siempre nos dijo que estudiáramos para tener una profesión y ser independientes. La universidad, un lugar inalcanzable para nuestras madres, se convirtió en un salvoconducto para conseguir ese objetivo: la autonomía. Por eso finalizar el maratón del sacrificio, el de la familia, significaba lograr un triunfo. La generosidad de nuestros progenitores se materializó en una conquista social, que hubiera sido impensable sin la educación pública.
Me gusta leer sobre las primeras universitarias españolas, finales del siglo XIX, y revisar el personaje de Amelia Folch, interpretado por Aura Garrido, en la serie El Ministerio del Tiempo, inspirado en estas mujeres pioneras. Acceder a los estudios universitarios para ser libre, y no un adorno ilustrado en las fiestas de sociedad, supuso un escalón más en la lucha por la igualdad, pero también un camino repleto de obstáculos. No fue fácil, como casi todo lo que tiene que ver con el feminismo. El conocimiento proporcionaba libertad y la posibilidad de cambiar nuestro destino. La educación nos abría las puertas del espacio público, algo vetado hasta el momento para las mujeres, y cuestionaba un sistema de prerrogativas para los hombres.
En nuestra época, finales del siglo XX, los estudios universitarios se valoraban muchísimo. Llegar a la universidad era toda una proeza, el éxito de una clase trabajadora que aspiraba a la movilidad social a través de la educación pública. Para las mujeres significaba ocupar aulas, foros, debates, encuentros, conferencias, charlas. Nos permitía acceder a un mercado laboral, a tener esperanza, a diseñar un futuro con un relato propio, a cambiar nuestro destino. Mi madre, y las de todas, nos contaban que su único destino era casarse y ser madres, y que era incuestionable. Cuántas veces me han confesado mujeres que si fuera hoy no volverían a casarse, ni a tener descendencia, por decisión propia, porque en aquella época ni ellas mismas se podían permitir dudar, porque su cuerpo, como otras tantas cosas, no las pertenecía, porque en realidad ellas jamás fueron dueñas de sus vidas. No tenían elección.
Nuestros progenitores hicieron lo que pudieron, nos enseñaron a ser buenas personas y a veces a no arriesgar demasiado, por miedo a perder. Sus creencias nos arrastraron a gestionar una vida universitaria pragmática y espartana. Todavía recuerdo mis viajes diarios en autobús a la Universidad de Burgos desde mi ciudad de residencia para ahorrar en alojamiento. Debo mucho a la universidad pública. Gracias a ella cumplí el sueño de estudiar periodismo. Y aquí entran en escena mi abuela y abuelo maternos, que contemplaban hipnotizados cómo mi hermana y yo nos encerrábamos en la terraza cubierta del salón de su piso de Canillas en Madrid para estudiar horas y horas. Me gusta pensar que nuestros títulos universitarios son parte de su legado.
A las mujeres de mi generación nos pesaba la responsabilidad, pero también nos llenaba de orgullo ser las primeras universitarias de nuestra genealogía. Nuestras familias nos acompañaron a tientas por un camino desconocido, pero esperanzador, con la lucidez, a pesar de las limitaciones, de saber que estaban haciendo lo correcto. Nosotras nos sentíamos en la obligación de batirnos en duelo con el destino de nuestras madres. Hay veces que me siento en mi despacho y pienso en que esa lucha ha merecido la pena. Por eso la educación pública es tan valiosa, porque transforma vidas y garantiza la igualdad de oportunidades. Creo que el origen de las buenas personas comienza en la democratización del conocimiento.
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