Vivo en Soria, en el epicentro de la despoblación, mis abuelas, mis tías y mi madre han nacido y crecido en el medio rural, en un pueblo segoviano de montaña, hasta que por razones de supervivencia y en plena dictadura tuvieron que emigrar a Madrid. Mis raíces están en la tierra de mis antepasadas. No había pensado mucho en ello hasta que la pandemia me lo recordó: "ya es hora de que riegues las raíces".
Hace algún tiempo me preguntaron si seguía pensando en volver a las raíces. Creo que es una cuestión de supervivencia. El huracán en el que estamos inmersos indefinidamente nos ha hecho tan vulnerables que necesitamos la resistencia de las raíces, su entereza para identificarnos. Nos agarramos a ellas para no salir volando por los aires, sin rumbo, perdidas y maltratadas por la inercia del torbellino.
Con los afectos tan mermados y la obligación de vivir el presente al límite es difícil hacerse una composición de la vida. Somos tan frágiles que ya poco importa lo superfluo, porque hemos descubierto que los abrazos no tienen precio, que las despedidas pueden ser para siempre, que las distancias se miden en tiempo.
Cuando falleció mi abuelo en plena pandemia, víctima del Covid, sus raíces se enredaron en mis planes, porque ya no tenía planes, solo tenía raíces. Así que regresé al pueblo y empecé a regarlas. En realidad volvemos a las raíces a lamernos las heridas, a conectar con nuestra historia, a dar sentido a una vida devorada por las prisas. Mis antepasadas, que se hicieron resilientes sobreviviendo a la dureza del campo, me dejaron de abono para las raíces su sabiduría. Siempre cocinaban en olla de barro y lo hacían a fuego lento. De eso iba a depender la robustez del árbol.
Tenía que haber observado con más detenimiento los gestos de mis antepasadas, no supe leer entre líneas, me creía demasiado libre, demasiado despierta, demasiado postmoderna. Ellas, que lo sufrieron todo. Pensaba que sus hachazos eran anecdóticos, tardé en entender que la sabiduría de las mujeres que me criaron era única e indivisible, poderosa y salvaje, que mis raíces provienen de ese proyecto vital espinoso y a veces tierno, porque decidían suavizar las aristas más hirientes, para seguir respirando, y yo me lo creía, me quedaba con la parte romántica de la vida en el pueblo. Qué difícil tuvo que ser echar raíces.
Y quiero contestar a Irene, porque su reflexión me leyó el pensamiento: volver a las raíces. Y sí, el origen forja a las personas, y sí, siento arraigo por mi tierra, porque mi tierra es la de ellas, las de las mujeres que me criaron, que me dedicaron parte de su tiempo, de su complicidad, de sus historias a medio contar, porque en ocasiones las olvidaban para no seguir doliendo. Da igual donde viva, las raíces crecen en mi interior, en realidad siempre estuvieron ahí, pero estaba tan entretenida que nunca me paraba a descubrirlas.
(*) Ilustración: Irene Mala.
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