Romper el silencio, la revolución

Cuando Victoria Rosell, ex-delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, dijo que romper el silencio era revolucionario me pareció la conclusión más certera para cerrar Acción Comadres, un encuentro feminista donde un grupo de mujeres valientes narra en primera persona episodios de violencia sexual desde la sororidad. "El silencio es cómplice del machismo, lo necesita para que nada cambie, para domesticarnos", añadió. 

De este encuentro me quedé con "el silencio". Me esforcé en resumir en una única palabra los relatos durísimos de mujeres que miraban a los ojos de las otras, mientras las otras, desde sus asientos, asentían, como señal empática, o quizás diciéndose para sus adentros, "a mí también". El silencio me pareció la palabra clave, un fantasma que nos persigue y que no quería que pasara desapercibido, precisamente por ser el mejor cómplice de la violencia machista, muchas veces abonado con expresiones como "calladita estás más guapa", como si la palabra nos afeara. 

Nunca me había parado a reflexionar sobre el poder que tenía el silencio en nuestras vidas y cómo las había condicionado. El silencio había moldeado nuestro carácter, nos había domesticado, como decía Rosell. Enseguida pensé en otras mujeres valientes, como Marina Marroquí o Amelia Tiganus. Después de escuchar sus testimonios en un auditorio abarrotado ya nada puede ser como antes, la vida ya no se puede entender de la misma manera. El coste de romper el silencio es contradictorio, por un lado tiene un alto coste personal, por otro, es liberador, aunque pese mucho.  

El silencio es pesado. Las mujeres callamos por culpa, por vergüenza, por miedo, y todo esto pesa mucho, tanto, que hasta enfermamos en lo físico y en lo psicológico. El silencio va matando células hasta convertirnos en seres autómatas, programados para consentir y agradar, una esclavitud contemporánea que las mujeres hemos asumido a través de correctivos. El patriarcado, como buen guardián del statu quo, nos advierte del peligro de las palabras. 

El otro día escuchaba a la periodista deportiva Danae Boronat contar en un programa de televisión que había tenido que renunciar a trabajos porque decidió no callarse. A las mujeres nos cuesta muy caro la libertad, pagamos un precio muy elevado. Se nos castiga, se nos penaliza, se nos aísla, se nos precariza. El desgaste es profundo y el silencio es la alternativa que ofrece una posición más cómoda, pero a la vez deshumanizante. Con el silencio somos "las nadie".

Me acuerdo de Jenni Hermoso y la denuncia de un beso no deseado que vio el mundo entero y que aún cuestionaban las hordas machistas. ¿Qué hubiera pasado si esta jugadora de fútbol hubiera guardado silencio?  Que la estructura patriarcal de la Federación Española de Fútbol se hubiera mantenido intacta. Como no fue así, la amenaza de desestabilización de sus cimientos hizo que la reacción machista fuera despiadada. Los ataques personales a Jenni Hermoso fueron tremendos, vulnerando su intimidad, honor e imagen, y hasta su integridad. Sin embargo, de ese ataque machista nació un movimiento viral: el #SeAcabó. En cuestión de minutos esta etiqueta se convirtió en tendencia en redes sociales en apoyo a la jugadora.

A raíz de este movimiento espontáneo, la periodista Cristina Fallarás decidió utilizar esta etiqueta en su perfil personal de Instagram como altavoz para que las mujeres "relataran sus experiencias de agresiones sexuales". Fallarás recibió miles de testimonios de mujeres anónimas que publicó en esta red social a modo de plataforma, contando episodios durísimos de violencia sexual, la mayoría producidos en la infancia y la adolescencia. El silencio se rompió de manera estrepitosa, como sucedió con el #Cuéntalo, una iniciativa similar que Fallarás impulsó a través de Twitter, coincidiendo con el #metoo. Sin embargo, hace poco Instagram decidió cerrar su cuenta por "publicación de contenidos indebidos". El sistema aplicó de nuevo su correctivo para silenciarnos. 

Estas iniciativas en redes sociales, estos encuentros feministas, estas denuncias en auditorios abarrotados resquebrajan los pilares del machismo. Lo peor que le puede pasar al machismo es que las mujeres rompamos el silencio de manera comunitaria, convirtiéndolo en un acto revolucionario. La frase de Kate Millet, "lo personal es político" resume con exactitud todo este proceso. Evidencia que los abusos, las violaciones, las agresiones sexuales no son casos aislados, sino la consecuencia de un sistema patriarcal que nos quiere silenciadas para seguir perpetuando la desigualdad y el control.   

¿Qué podemos hacer cuando se decide romper el silencio? La respuesta está en el documental 'No estás sola', de Almudena Carracedo y Robert Bahar. La agresión sexual sufrida por una joven en los Sanfermines de 2016 por parte de cinco hombres supuso un antes y un después en la manera de afrontar la violencia sexual en este país. La víctima rompió su silencio, padeció un auténtico calvario durante el proceso, más allá de la propia violación, y se enfrentó a toda una maquinaria patriarcal que cuestionaba los hechos: algunos medios, la justicia y buena parte de la opinión pública. Sin embargo, un movimiento feminista imparable tomó las calles para gritar por ella, para recordarle que no estaba sola.  

Y ya no nos callamos. Este es el día de la revolución

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